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Se supo: las vacaciones no existen más. O mejor dicho, existen; pero para una minoría feliz y decontractée que, en realidad, no tiene por qué tomarse vacaciones. O sí, porque trabajan mucho para ganar mucho. Ver el caso Susana Giménez, por ejemplo, cuyas idas y vueltas no sólo son anunciadas como el justificado reposo de la guerrera sino que, además, suelen ser tratadas por las revistas de la farándula con la atención que los estrategas dedican al desembarco en Normandía. Pero son excepciones, claro. De lo que se habla aquí es de la extinción del Homo Vacacionensis como especie en virtual excepción. El padre y la madre de Mafalda, por ejemplo. Esos que se iban de vacaciones ahora ya no se van más de vacaciones. Se acabó lo que se daba y lo que se da, en el mejor de los casos, se da por televisión. Programas muertos desde una playa en vivo. Factores económicos, por supuesto; pero también, quizás, un terror hacia lo nómade y una tranquilidad en lo sedentario. No moverse. Moverse equivale a descuidar la posición duramente obtenida, exponer los metros cuadrados que supimos conseguir. Volver y descubrir que todo cambió. Y para siempre. Moverse, también, es hacer práctica la teoría del miedo a lo desconocido. Y, por supuesto, en las vacaciones se gasta dinero de más y dinero que no se tiene tal vez porque, inconscientemente, la idea del tiempo libre nos retrotrae a ese irresponsable oasis cada vez más parecido a un espejismo que eran las vacaciones escolares. Tres meses de no hacer nada donde nuestra única responsabilidad era la de no ahogarnos o no hacer un irreparable papelón frente a la chica de la carpa de al lado. Todo lo que vino después, claro, fue una farsa, una torpe parodia de aquello a lo que no se puede volver. Por eso, mejor, quedarse. O por eso, peor, resignarse. Las vacaciones evolucionando hacia algún otro lado. Como en ese cuento de Ray Bradbury donde los padres instalan una jungla virtual en las paredes de una habitación infantil para paliar el espanto de no moverse. Viajar a control remoto. La teoría Disney World del mínimo esfuerzo: que el mundo entero venga a mí para que yo no tenga que ir al mundo. Y atenerse a las consecuencias. No está bien que el hombre no se mueva. Porque el hombre es un animal y los animales no pueden dejar de moverse. Como esos leones en el cuento de Bradbury que cansados de tanto zócalo y tanto cielorraso un buen día deciden cambiar las reglas del juego. Así, se toman vacaciones, se bajan de las paredes, se comen a sus dueños.
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