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LOS PERSEGUIDORES
Por Enrique Medina

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t.gif (862 bytes) Entran al banco. Parece un matrimonio pero no lo es. En realidad deberían serlo.

Ella es flaca, petisa, de rulitos como sacacorchos, anteojitos colgados de una nariz nada respingada cuyo único mérito es destacar una cara hundida que semeja un arroyo seco, muerto. Es flaca chupada, lo que la encima a dos postes de corral abandonado con algún alambre de púas recontraoxidado sobresaliendo con perspectivas nada encomiables. Es flaca, de labios flacos y ojos flacos, y el tipo de la ventanilla que los está por atender no tiene ninguna duda de que además de esos brazos flacos también tiene flacas las nalgas; flacas y gastadas como el trapo de piso que está usando en aquel sector la mujer que limpia.

El no es muy diferente. A la flacura agrega una curva en el cuello de gallina desplumada, una cara de moneda de cinco siempre de perfil, una pelada de tapa de cacerola con tres pelos atravesados como verduras sobrantes, bigotes de oruga aplastada y ojos nadando en el vacío por la falta de los gruesos culos de botella que en lugar de estar donde hacen falta descansan en el bolsillito del saco ya que se avergüenza de usarlos en público. En verdad que él no es muy diferente, más bien ratifica la peregrina idea (que muchos achacan a Esopo y según otros es de origen árabe), que afirma sin ninguna duda y con mucha prueba comprobable que "con el tiempo los animales se van pareciendo a sus dueños". O al revés.

Lo único confuso, para el cajero, que los hace esperar haciendo como que ordena su mostrador de trabajo y cuenta un dinero que ya está contado de antes, es quién de los dos es el animal y quién el dueño. Lo que no confunde el cajero de este banco ubicado en una esquina de bacán barrio y avenida, donde el hecho que se relata ocurrió efectivamente, es que la participación afectiva y en este caso, por común, emotiva, de él, como sujeto de esta realidad que le es ajena, no existe. Refirma su convicción al escuchar la voz de ella, algo así como agua corriendo en inodoro público. Ella explica que harán un depósito. Así que el cajero, activo en la falta de empatía, recuerda a estas dos piltrafas como propietarios de negocio semiclandestino, tipo coreano, estilo tomar bolivianos indocumentados y encerrarlos en un sótano haciéndolos trabajar veinticinco horas al día a cambio de un cacho de piso para dormir y un pan para que se entretengan peleando por él. Sistema que las piltrafas llevan a cabo con total atingencia y adoración, igual que todos los empresarios y comerciantes, sin excepción; flexibilizadores que veneran este retorno a la tan ansiada esclavitud con dignidad y gozo. Atento, a pesar de que el pensamiento le late como en licuadora, el cajero escucha que ella y su acople dirimen si dejan todo o no. Por fin ella dice que deja el grueso pero "estos cinco mil me los llevo". Se controla el cajero, se recupera idóneo y, sintiendo el placer de frío que le recorre la columna vertebral, se arregla la corbata y se acomoda el cabello ya acomodado, cumpliendo con la señal de marcación, y apura el trámite, no sea cosa que ella se arrepienta. Terminan y se van sonriendo como puercoespines, con tifus. El que recibió la señal sale detrás y sube a la moto del amigo que lo espera en marcha. Pero no es fácil porque hay gente y las piltrafas, por mera casualidad, se escurren con inteligencia. Entonces, los perseguidores creen que los pierden. Y se mueren de bronca hasta que los ven entrar a un bar finoli. Deciden esperar porque la señal recibida indica dinero grande. Una hora esperan. Salen las piltrafas, doblan la esquina y se meten por la calle arbolada. Llegan al edificio en el que habitan. El mete la llave en la cerradura y el que había recibido la señal y lo siguió de cerca le hace una tenaza en el cuello en tanto el otro le arranca el bolso con el dinero a ella. Escasamente dos segundos, dirán. Suben a la moto y desaparecen entre la gente que va y viene, entre autos y colectivos, gritos tardíos y desesperación.

 

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