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Por Miguel Angel Bastenier desde Bogotá Mañana 7 de enero, a los cinco meses de la toma de posesión del presidente de Colombia, el conservador Andrés Pastrana, deberán comenzar las conversaciones de paz entre el gobierno y las FARC, el principal ejército guerrillero del país, que combate al sistema establecido desde hace más de 30 años, con docenas de miles de muertos, cientos de toneladas de coca exportadas e incontables secuestros. Esta es la undécima tentativa de negociación de un gobierno colombiano con una u otra gran fuerza guerrillera, pero jamás las cosas habían llegado tan lejos; nunca un presidente había estrechado la mano tenaz del líder de las FARC, Manuel Marulanda, como ya lo ha hecho Pastrana, y parece que volverá a hacerlo el día 7; y, sobre todo, nunca el pueblo colombiano había sentido tan de cerca el vértigo de la paz, hasta tal punto que si esta vez no es la vencida, no habrá cupo de Casandras para hacer una apreciación lo bastante catastrófica del futuro del país. Manuel Marulanda, en su carné de identidad, Pedro Antonio Marín, y en la boca de todos, Tirofijo, parece estar también abocado a probar la fórmula de la paz. ¿Pero por qué ahora, si su movimiento cosecha uno tras otro triunfos militares y cada condición que impone, como la desaparición de hasta el último soldado y policía de la zona de negociación, el despeje, se cumple religiosamente? Esto es una historia larga. Es seguramente verdad que la guerrilla se halla tan hastiada de la guerra como el resto del país. Las FARC son la única fuerza en su género de todo el mundo en la que combaten juntos nietos y abuelos, y al natural cansancio de la lucha ha de contribuir también la evidencia de que por el camino de las armas no puede ir mucho más lejos, como sería tomar Bogotá u otras capitales de provincia, para lo que no está capacitada, ni sabría qué hacer con ello. En esa situación, para transformar en ganancia política su proeza militar, tocaría negociar a ver qué saca con poner fin a la contienda y erradicar la droga. El consenso sobre el significado de la palabra paz es, sin embargo, más peliagudo. La guerrilla se siente tan dueña del ámbito negociador que para sentarse a discutir ni siquiera le ha regalado al gobierno la miserable limosna de una tregua, y sigue matando y secuestrando, como en el caso de la médica española de una ONG, de la que puede tener la desfachatez de hasta pedir rescate. La actitud de las FARC es la de quien posee un supermercado con un artículo único, escasísimo, que el comprador anhela, y al que cree que puede ponerle el precio que le dé la gana. Finalmente, como esta guerrilla pretende también tener buena conciencia, entiende que todo lo que haga por la paz será more patriótica, por lo que ningún precio puede resultar nunca demasiado alto. A ese precio las FARC le llaman la reforma del Estado, que es, quizá, posible detallar como si fuera una factura con IVA. No parece, como se temía, que las exigencias de la guerrilla impliquen una ruptura institucional de Colombia, lo que en cualquier caso ni Pastrana ni la opinión pública nacional permitirían. Si, en cambio, las FARC pueden pedir la formación de circunscripciones electorales en los territorios donde dominan o ejercen una presencia notable, en los que irían al tope de la lista de los escaños, en virtud de las armas, que han jurado nunca abandonar a guisa de reaseguro. Esas autoridades deberían gozar, además, del derecho de nombrar a sus propios jueces de paz y, probablemente también, a una policía de municipio. Aunque esos territorios, incluso en el máximo delirio contable,no pueden albergar más de un 10 por ciento de la población colombiana, la guerrilla querría un buen paquete de bancas parlamentarias, como manera de formalizar su participación en el poder. Esa instalación territorial iría unida a unas pretensiones de financiación muy altas; si han de renunciar al peaje de la coca, así como al resto de sus transacciones y requisas, la guerrilla argumenta que eso habría que pagarlo. En la práctica, todo ello significa que el Estado debería sufragar el desarrollo de esas regiones carreteras, obra social y pública facilitando el presupuesto correspondiente a las autoridades que, naturalmente, serían de toda confianza de las FARC, para convertir su parte de Colombia en la Nueva Arcadia con la que sueña esta guerrilla que parece un falansterio en forma de división acorazada. Pero el obstáculo más serio para la paz seguramente lo constituye la eventual aceptación en términos materiales de todas las condiciones anteriores. El presidente asegura que esa hora ha llegado, que el establishment ha comprendido por fin que cualquier guerra es más cara que una paz, aunque haya que comprarla, y que altísimos cacaos como en Colombia se conoce a los barones de la economía le han hecho saber su mejor disposición a ceder un porcentaje de sus utilidades durante un número de años para acabar con la guerra, aunque jamás se le haya oído a Pastrana deletrear sus nombres. El alto comisionado para la paz Víctor G. Ricardo decía hace unos días a un grupo de periodistas extranjeros que la paz significaba acabar con una situación en la que los pobres no podían comer, la clase media no podía vivir, y los ricos no podían dormir. Pero la clase pudiente del país más bien ha mostrado hasta la fecha una gran capacidad para conciliar el sueño, aunque sea teniendo que poner casa en Miami. Esta guerra miserable, abrupta, inconquistable por un ejército sin entrenamiento ni suficiente subordinación democrática pese a que el ministro de Defensa, Lloreda, y el comandante en jefe, Tapias, son convincentes cuando aseguran que ya están empezando a cambiar las cosas, no afecta realmente más que a una parte de los colombianos. Son los que ni viven ni comen a causa del desplazamiento forzado de poblaciones, hacinamiento en ciudades que ya estaban mal preparadas sin necesidad de nuevas migraciones, y al campesino en general, que si vive en zona de combates está sometido a la guerrilla o a su presunto antídoto, los paramilitares que ha levantado ese mismo establishment, y, si no, carece de inversión social del Estado para vivir con alguna dignidad. Destacados violentólogos colombianos sostienen que la hora de la verdad llegará cuando a esa paz se le ponga un precio que hayan de pagar muy directamente las grandes fortunas de este país; y que un día las FARC pueden pedir en la síntesis general de la paz que se le entreguen fajos de acciones de las principales compañías de Colombia, públicas y privadas. Y eso no son utilidades, sino patrimonio. El profesor Gutiérrez Sanín ha escrito que en su país sólo se puede ser rico o peligroso. Las flagrantes desigualdades sociales han sido un factor, entre otros, si no tanto de la aparición de la guerrilla, sí de su sostenimiento histórico, así como que han contribuido a crear una cotidianidad de la violencia en la que, efectivamente, sólo cuentan en Colombia los que son una cosa u otra; o en bastantes casos, una y otra.
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