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Un país entre rejas
Por José Pablo Feinmann

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t.gif (862 bytes) Nadie nace delincuente o asesino. Pocas cosas resultan más tristemente divertidas que esas teorías lombrosianas sobre las características congénitas del malhechor. Uno no es un delincuente porque nació con el lóbulo de la oreja pegado al nacimiento del maxilar. Un delincuente es una minuciosa construcción en que lo social y lo individual se traman problemáticamente. No todos los pobres son delincuentes. No todos los ricos son delincuentes. Pero la pobreza, la marginación, la desesperanza generan delincuencia. Tanto como la generan el ansia de riquezas, la falta de escrúpulos, la vanidad o el deseo de ostentación. Tenemos delincuentes pobres y delincuentes ricos. Es bueno, es necesario establecerlo en un momento en que la sociedad se vuelve agresivamente hacia los pobres para demonizarlos, para hacerlos responsables de las crecientes tropelías macabras de estos días.
Los pobres no viven donde viven los ricos. Los pobres viven en míseros espacios marginales. En San Isidro no viven en Las Lomas, viven en La Cava. En Munro están en La Rana. En Ciudadela, en Fuerte Apache. Cierta vez, Munro fue una localidad llena de pequeñas o medianas industrias. Desde Martínez de Hoz en adelante todas fueron arrasadas y nadie –pese a que no faltaron quienes lo prometieran– levantó esas cortinas. La relación entre aumento de pobladores marginales en La Rana y cierre de industrias en Munro es implacable. La que genera delito no es la pobreza, sino la falta de trabajo. Que es, claro, la antesala del infierno. El infierno es la pobreza. Por decirlo claro: una sociedad que no genera trabajo genera delito.
En La Cava –ese lugar que queda muy cerca y, a la vez, muy lejos de Las Lomas, el otro lugar de San Isidro, el bello, donde Victoria Ocampo invitaba a Rabindranath Tagore, un freak que vendía sabiduría oriental y sobre el que Victoria escribió, en Sur, un inefable texto bajo el inefable título de Rabindranath Tagore en Las Lomas de San Isidro–, en La Cava, decía, hay más de 12.000 personas. Entre desocupados y subocupados llegan al 70 por ciento. Hay, para mayor desgracia y humillación de sus habitantes, televisores. A través de esas pantallas los lacaveños miran el mundo, el mundo de los otros. Miran una propaganda de papas fritas que dice: “Si empezás, no parás”. Miran los programas de juegos. Esos donde todos se ríen. Es increíble la cantidad de gente que se ríe en la televisión. Derrochan felicidad. Viven en el mejor de los mundos. Regalan autos, electrodomésticos. El montaje de imágenes es frenético, enardecido. Todo se ve, pero por poco tiempo: culos, tetas, risas, melenas rubias al viento. Y, de pronto, la realidad: el vértigo-montaje se detiene y aparece el submundo. El submundo, lo oscuro son ellos, los marginados: los que matan, los que roban. “Una mujer fue asesinada por...”. La cara del locutor es seria. Se acabaron los culos, las tetas, los lavarropas, los autos cero, las papas fritas, las risas infinitas, la infinita risa de la diva nacional de la risa, que no cesa de reírse y uno se pregunta de qué. Y el locutor sigue: “... dos jóvenes de catorce años, quienes la asaltaron cuando el coche se detuvo en un semáforo y le pegaron un tiro en la cabeza”. Y los diarios titulan, alarmados: “Se mata por matar”. Y un locutor radial se entera de que uno de los victimarios es chileno y una xenofobia feroz lo domina y propone devolverlo –y también a los peruanos y bolivianos– “a patadas” a su país de origen. Y se abren los micrófonos a los llamados de los oyentes. Y todos piden lo mismo: mano dura.
Entre tanto, en el país florecen las rejas. Los ricos ponen rejas a sus casas, a sus countries, a los colegios privados de sus hijos. Y piden que pongan rejas en La Cava. Pronto enrejarán La Cava. O ya lo hicieron: el cerrojo policial es cada vez más impresionante. Pronto enrejarán la ciudad de Buenos Aires. Harán una nueza zanja de Alsina y hasta le pondrán cocodrilos. Que nadie pase, que nadie llegue, que nadie invada Buenos Aires, porque Buenos Aires está más linda que nunca y ahora se la podemos mostrar a nuestros amigos extranjeros, mostrarles los edificios altos, iluminados, Puerto Madero, El Abasto, la Recoleta, todo, porque todo reluce, porque todos los autos son nuevos, porque ya no tenemos la humillación de ver la compasiva sorpresa de nuestros amigos extranjeros ante tanto coche viejo circulando por ahí, porque esto no es La Habana, donde los coches son de museo, sacados de una polvorienta película de los años cincuenta, porque esto es Buenos Aires y brilla, y las parrillas están atestadas, y los asadores desbordan de carne y achuras y nuestros amigos extranjeros permanecen atónitos ante esas parrillas desbocadas, donde las mollejas, riñones, costillares, pamplonas de cerdo o cochinillos tiernizados ofrecen un espectáculo opulento, pródigo y nosotros sabemos que ese prodigio tiene otra cara, y que no se la vamos a mostrar a nuestros amigos porque es la cara de la furia, de la carencia, del peligro, y no vamos a ser tan indelicados como para llevarlos a esos arrabales de la condición humana, y seguimos mostrándoles Buenos Aires, y nos sentimos unos perfectos, impecables cretinos. Lo que lleva la cuestión al plano de la ética. ¿Cómo integrarse a un orden social tan extremadamente injusto sin sentir que la comida que comemos es la que les falta a otros, que el trabajo que tenemos es el que otros no tienen, que el techo que nos cobija es para miles un sueño imposible? Cada vez más nos acercamos a la sociedad del odio, que es la sociedad de la guerra. Este país entre rejas es un país en guerra. Están los que tienen un lugar y los que no lo tendrán nunca. Y los que lo tienen quieren policías y rejas (y quieren armarse, porque tienen la certeza íntima, sorda, de que van a matar si es necesario) y los que no lo tienen, los que saben que no sólo no lo tienen ahora, sino que no lo tendrán mañana, ni nunca, detestan la vida porque les enseñaron a no esperar nada de ella. ¿Cómo habría de respetar la vida alguien a quien la vida no le da nada?
Voy a insistir en algo: no me gusta esa frase de Tony Blair que propone una dureza similar contra el delito y las causas del delito. Hay que decir, hay que proponer justicia contra el delito y dureza contra las causas del delito. Lo que nos lleva a un eje central: la corrupción. La corrupción se roba los dineros con que el Estado (un Estado decente, eficaz y democrático) podría paliar la miseria. Podría generar trabajo. O desarrollar políticas –momentáneas– de asistencia. O educar. O abrir un pequeño, inicial, pero absolutamente indispensable horizonte para los que no lo tienen, para los desesperados que matan desde la desesperación. Es posible que los asesinos estén en La Cava, pero no están ahí las causas de la criminalidad. Seiscientos policías entraron en la villa de los desesperados. Si se prepararan a entrar, alguna vez, en las villas de los corruptos, si consiguiéramos eso, si lo consiguiéramos entre todos, tal vez podríamos levantar las rejas, no sentir que nuestra dicha –cualquiera que sea, del modo que se exprese– tiene como contracara necesaria la desdicha de los otros, los oscuros, temibles habitantes de los suburbios de la condición humana. Porque Buenos Aires está muy linda, pero la Argentina es –para quienes todavía tenemos la elemental honestidad de sentirlo así– indignante.

 

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