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Panorama Economico
La torre del olvido
Por Julio Nudler

Aunque no hubo inauguración oficial, la torre comenzó estos días a poblarse de oficinistas despeinados por el viento del Bajo. La aseguradora ING ocupó sus pisos, y gradualmente irán llenándose las restantes plantas del Alem Plaza, cuya construcción se demoró más de la cuenta por una orden judicial. Junto a la mole oscura y encristalada habrá una sucursal del BNP, abierta a una explanada que rodean prolijos arriates. El predio, compartido con el gemelo Catalinas Plaza, fue adquirido en más de 18 millones. Erigir cada uno de los dos edificios le costó al fondo de inversiones Consultatio unos 30 millones. En su momento, cuando recién era una disonante estructura de hormigón, el futuro Alem Plaza fue noticia por la muerte de seis albañiles, que perdieron la existencia al desplomarse un montacargas. Sus vidas fueron valuadas a razón de 55.000 pesos, con lo que esa media docena de obreros no pasaron de significar un uno por ciento del costo (sin contar el terreno) de la torre que estaban construyendo. Pero aunque ésta les sirvió de tumba, ningún mármol ni ningún bronce los recuerda ahora junto a las puertas giratorias, ni en el suntuoso hall de la planta baja ni en ninguna otra parte. La constructora no habrá hallado razón alguna para rendirles homenaje, o tal vez pensó que sería desfavorable mantener viva la memoria de esa tragedia al pie de un lustroso colmenar cuyo propósito son los negocios y las ganancias.
El olvido es también un riesgo del trabajo.
La verdad es que no resulta fácil ejercicio para los exitosos mirar la realidad desde abajo, desde otras suertes menos glamorosas, desde la privación y el desalojo. Es por eso comprensible el desconcierto de súper e hipermercadistas ante esos grupos de carenciados que, por ahora pacíficamente, les piden comida y ropa. Los estrategas de esas gigantescas cadenas, como cualquier otro administrador de capitales, nunca apuntan sus inversiones a esa franja social baja o sumergida que los mercadólogos rotulan como D2/E y que en el área metropolitana incluye a unas 363.000 familias. Finalmente, es lo mismo que hacen los países. La Argentina produce 60 millones de toneladas de cereales y oleaginosas, además de grandes cantidades de cultivos extrapampeanos, frutas, vinos o lácteos, pero ni por un momento piensa en Ruanda o Haití como mercado para esos alimentos. Lo que interesa no es el mapa del hambre sino el del poder de compra. ¿Qué pasaría si ruandeses y haitianos desembarcaran en los puertos argentinos para pedir comida?
A la inequidad del modelo establecido a partir de 1991 se le suma, desde 1995, una complicación adicional: la economía argentina dejó de crecer sostenidamente, o crece a un ritmo promedio del 2 por ciento anual, insuficiente para evitar el aumento de la marginalidad en un sistema crudo de mercado, que expande las expectativas y los contrastes sociales. Tampoco se conoce la fórmula para recuperar el dinamismo de los primeros años de la convertibilidad, porque de aquel modelo, apoyado en las reformas estructurales y el ingreso de capital, no se puede seguir esperando mucho más. No sólo la Argentina enfrenta esta ausencia de guión para seguir rodando su película: en Brasil, en Chile y en otros países latinoamericanos se siente la fatiga del modelo (expresiones como “mercados emergentes” provocan hoy entre hastío e irritación) y la falta de respuestas aptas para la globalización. La idea de “consolidar” los logros del menemismo conduce a una habitación vacía.
Diez años atrás, cuando la inercia radical desembocó en la hiperinflación, los hambrientos asediaban supermercados de góndolas raleadas, resultado de un país en el que no rendía producir sino especular financieramente a costa del Estado, llevándolo hasta la quiebra. Hoy sobran productos, nacionales o importados, mejores o peores, caros o baratos. Por eso mismo no hay inflación, sino en todo caso
caída de precios. Nadie puede reprocharle al Ministerio de Economía, a Industria ni a Agricultura que la
política económica conspire contra la oferta debienes. El problema está del otro lado de la ecuación, en la distribución del ingreso, tanto en dinero como en esos bienes sociales que son la educación o la salud. A pesar de esto, todos siguen preguntando por el
ministro de Economía del próximo presidente, cuando quizás hubiese que pensar que no será ésa la cartera más importante en el gabinete del 2000. O que en todo caso compartirá
gravitación con áreas como Salud, Desarrollo Social, Educación y Justicia. Y que si no llega a ser así, al futuro gobierno lo arrollarán los problemas.
Lejos del drama de la pobreza extrema, la clase media acaparó las noticias con sus propias tribulaciones: los impuestos, la incertidumbre, la inseguridad. Son los temas que más espacio ocupan en los medios porque, naturalmente, también éstos –como los proveedores de cualquier otro producto– apuntan a los sectores sociales con poder de compra. Los impuestos enfrentan a la clase media con el Gobierno, que aumenta la presión sobre ella a través de la extensión del IVA a servicios como la salud privada y el cable. La inseguridad también la enfrenta con el Gobierno, pero al revés, porque le muestra la incapacidad judicial y policial para contener a la delincuencia, lo que le da otra vuelta de tuerca a la primera cuestión: ¿por qué pagar más impuestos si no vuelven al contribuyente? En cuanto a la incertidumbre –la duda sobre el bienestar económico futuro– es la marca de fábrica de la economía abierta y desregulada, sin más instrumentos de política económica que un piloto automático.
La sabiduría normal de los economistas presagia que, por la crisis, todas esas pesadillas de la clase media se tornarán aún peores este año (aunque siempre existe una alta probabilidad de error en los pronósticos). Como quiera que sea, en los últimos días del ‘99 asumirá un nuevo presidente cargado de eslóganes vendidos a sus votantes y de poca idea acerca de cómo cumplir lo prometido. Se esperará que, como mínimo, tenga la voluntad política de enfrentar los grandes intereses consolidados durante el menemismo y las propias telarañas ideológicas, incluyendo las aparentemente progresistas.

 

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