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Por Cristian Alarcón desde Pinamar y Villa Gesell Así como viene con la velocidad del viento y chicotea la piel quemada hasta hacer doler, la arena del mar es capaz de satisfacer cada vez más a los turistas playeros, aún muy lejos del agua. A esa hora en que el tedio también llega a la playa tradicional y pone las vacaciones a prueba, la escapada puede ser hacia los límites de las ciudades, donde ya no se ven sombrillas ni cemento. Sobre los médanos que se multiplican hacia el norte de Villa Gesell y Pinamar, es posible deslizarse en una tabla por las laderas y gozar de las ondulaciones, rebotar en los caminos del bosque sobre un cuatriciclo, emprender travesías en cuatro por cuatro, recorrer en jeeps la cadena montañosa como de juguete que permanece oculta más allá de la masa y ruido. Y tratar siempre de no quedar enterrado en las dunas, sin oasis saharianos. Madre hasta el fin María Angélica, una puntana de treinta y tantos, con dos hijos adolescentes, se somete al rigor del deporte arenero básico. ¡Y bue! No sé qué hago agarrada a esto pero que se mueva un poco de adrenalina es bueno, se conforma, con la tensión en las partes tirantes de su cuello, a la cola de un contingente de cuarenta y cinco cuatriciclos, a pesar de que ella va en uno de cambio automático. La cantidad de esos móviles que la estresan amenaza con la plaga. No sólo hay una decena de lugares donde alquilarlos para salir sólo de recorrida, sino que hay excursiones para grandes contingentes que en marcha parecen motorizadas artillerías árabes avanzando. En Gesell casi todas las mañanas sale medio centenar de cuatriciclos de todos los tamaños y potencias en excursión hacia los médanos y el bosque de Cariló, para volver bordeando la playa. María, la hija de Angélica, se atreve a acelerar cuando vienen los grandes badenes naturales, se tira gritando en los ángulos de 50, se aparta del grupo y los coordinadores del gran patrón de las motos, Hugo Gasasola, la vuelven al sitio. La fila de expedicionarios tiene como trescientos metros y se dobla por entre los médanos formando un gusano. Esas líneas curvas son como los zig zags que sobre las laderas dejan los sandboards, en lugares más lejanos todavía. En Pinamar, después de los tres paradores a donde sólo se llega en cuatro por cuatro, viene esa extensión de colores ocres y grises que parece una luna repentina cuando se la enfrenta desde una camioneta. Y hasta ese punto llegan los chicos que prefieren navegar sobre arenas con sus tablas, parecidas a las del windsurf. En la que fue la ciudad de Yabrán los hermanos Javier y Salvador Curuchet auspiciaron la importación del deporte desde Brasil. En Gesell los chicos de los ochenta como Carlitos (24), el artesano que hace cuchillos, dicen que en aquel entonces solían cortar la mitad de un tambor de plástico para convertirlo en trineo. Y que después se tiraron parados en tablas comunes. La sofisticación tiene poco tiempo. Al parador Isuzu, en una Land Rover, llega un padre que está más chocho que su hijo con la tabla de 139 pesos que acaba de comprarle en una casa deportiva. El nene tiene nueve años, unos aparatos plateadísimos y una ansiedad que hace pesar sobre el brazo del padre. El señor no alcanza a tomarse una cerveza cuando el chico ya lo tiene rumbo al médano más cercano. Se levantan ráfagas y de lejos se lo ve limpiar los lentes con los bordes del buzo y restregarse los ojos, perdido. El chico ensaya y cae pero tiene espíritu aventurero y la moral alta. ¡Dale otra vez!, pide ya en el bar al padre. Mejor que vengas directamente a la clínica, le dice el hombre, que ya averiguó que se toman clases para usar el bendito aparato que ha comprado. La otra estrella de la arena es el jeep. En Gesell, en el garaje de Pedro Cuevas, donde hay toda una flota preparada, se los puede alquilar por horas si se tienen más de 25 años. Hace como treinta años, a los siete, a Pedro lo subieron por primera vez a un tractor, le marcaron unsurco y lo largaron. Ahora gana a ritmo sostenido con la inusitada confianza de los hombres hacia la arena. Por día debe rescatar entre tres y cuatro camionetas que se quedan enterradas y la osadía cuesta hasta 150 pesos, cuando es de noche y sube la marea. En Pinamar, cerca de los médanos hay un jeep viejo con un guinche al rescate y los paradores auspiciados por marcas de camionetas dan cursos sobre cómo manejar en la arena. Curso que jamás necesitó don Osvlado Schiani, abuelo de diez nietos, con cinco de ellos agarrados a su jeep naranja que remonta todo tipo de médano. Maggie, Teo, Nico, Nacho y Agustín tienen entre once y siete años. Casi todos han podido sentarse al volante del jeep y arrancarlo, hacer algunos movimientos. Este es el segundo año que el abuelo da instrucciones, o sea lo que en el mercado sería una clínica. Los chicos trepan a una duna de treinta metros y miran una camioneta que batalla a dos tracciones para salir del entierro. Se ríen de la desgracia ajena. Y se mofan de ellos mismos, derrapando por la arena.
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