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El OTRO
Por Juan Gelman

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t.gif (862 bytes) Por solicitación especial, y con perdón de los lectores, desenfundo estos cuentos escritos en inéditos días del año 1967.
La kermesse
“Disfracémonos y divirtámonos”, decía el cartel de la kermesse. Pedro se consiguió un cuero de vaca y con un poco de papel, de madera y de ingenio, construyó una especie de animal que llevó al baile.
–¿Y ese disfraz? –le preguntaban.
Pedro no dijo palabra todo el tiempo. Cada tanto meneaba la especie de animal en el centro de la kermesse. Torpemente, eso arrastraba sus patas de palo, su mal pintado papel, su cuero grasiento, entre la gente que empezó a hacer bromas.
–¿Vende leche, don? –fue la primera, liviana de puro inicial.
–¿Y la lana? –propuso uno, sin éxito.
“Capaz que le sale toro”, arrancó más carcajadas. Y “va...ca...gan...so para el caso”, todavía más. Hasta que un “a ver si le pone los cuernos” provocó el entusiasmo general y hasta la semisonrisa del cura.
Los chicos no tardaron en manosear, empujar, finalmente patear a la especie de animal. Un par de muchachotes se lanzaron a imitarlos, animados por las risitas de sus novias. Toda la gente se arremolinó en torno de Pedro, que seguía en silencio inmóvil. Los puestos estaban desiertos. Ni naranjada se vendía.
–Vamos, hijos, esto no se debe hacer –interpuso algo preocupado el cura.
–Pero, padre, fíjese lo que trajo ese animal –dijo uno, disfrazado de El Zorro.
–Lo hizo a propósito, seguro –opinó con avinada violencia el señor Avalos, sudoroso, panzón y almacenero respetable.
–Hay que echarlo, molesta a la gente –dijo la señorita Beatriz, encantadora en su vestido de dama antigua, con peluca empolvada y abundante lunar en el pómulo derecho.
–No nos deja divertir –decretó una hermosa gitanita.
A pesar del calor, pesado, casi concreto, la gente se apretujaba más y más alrededor de Pedro. Un par de puñetazos desencadenó la lluvia de golpes general. Lo arrastraron hasta la salida. Un empellón final lo echó a la calle polvorienta.
La gente dejó los comentarios, volvió a los puestos, a los juegos, a la pista de baile. El cura sonreía y saludaba. Entonces, la especie de animal hecho por Pedro, en el rincón entre dos kioscos donde yacía semidestrozado, movió una de sus patas de palo y de ella empezó a manar una gran tristeza que recorrió la kermesse. Su oleaje mojó y ajó todos los disfraces. Nadie tuvo ganas de hablar. Se fueron temprano a casa. Había mucho silencio. Acostados, en el fondo de sus cuartos, los disfrazados escuchaban el bordoneo de moscas ávidas sobre la especie de animal.
La cargada
–Seguro, viejo –afirmó Pedro, bien serio. Los demás sonrieron y Julio, con una extraña mezcla de indignación, asco y pena en el estómago, agachó la cabeza y siguió en silencio revolviendo la cucharita de café contra un terrón de azúcar hace rato disuelto. –La cosa es así: Julio abre la ventana, se sienta en el sillón de cuero gris, viene el bicho y le empieza a chupar la pierna más corta. ¡Cómo gozan los degenerados!
Ahora hubo una franca carcajada. Julio, casi confiado en que el aburrimiento le llegaba, miró por la ventana del café.
–Y se dicen cositas cariñosas. Che, rengo, mirá que habías sido bueno para los piropos –dijo Pedro abriendo muchísimo los ojos en señal de falsa admiración.
Esta vez Julio supo que no iba a haber aburrimiento que lo salvara. Intentó aguantar a pie firme.
–¿Y cómo es el bicho? –preguntó uno.
–Horrible –dijo con aspamento Julio–. Horrible, horrible. Todo peludo. Pero me dijeron que te hace unas cosquillitas así, que... –y puso los ojos en blanco.
Julio empezó a llorar. Sin sollozos. Las lágrimas le resbalaban silenciosamente por la cara. No lo miraba nadie. Todos esperaban las próximas evoluciones mentales de Pedro.
–Che, Pedro, ¿es un bicho o una bicha?
–Mirá, no se sabe bien –estimó Pedro, y esta vez las carcajadas duraron un par de minutos– Algunos dicen que bicho, otros dicen que bicha. A mí me parece que es otra cosa: el cacho de pierna que al rengo se le perdió y ahora vuelve a casita. Pero es tarde, trágicamente tarde. Aun así, sabés cómo se quieren. Con qué pena de amor imposible.
Uno advirtió de pronto las lágrimas de Julio. Le dio un codazo al de al lado. Se miraron. El codazo recorrió el grupo y vaciló antes de llegar finalmente a Pedro. Quien miró a Julio y se desconcertó.
–Che, rengo, dejate de joder –le dijo.
Julio miraba por la ventana del café y las lágrimas le corrían libres, como desentendidas de sus ojos, de los que Julio se había, a su vez, desentendido.
–Vamos, renguito, no jodas, ya sos grande –intentó otro, con sonrisa dispuesta a reír de Julio si los demás se reían. Como no lo hicieron, le quedó a mitad de camino y lastimosa.
–Che, Julito, vos sabés cómo es Pedro, siempre carga a todo el mundo, empezando por él mismo.
–Claro, claro –afirmó Pedro preocupado– Si todo es cargada. Che, Julio, en serio. ¿Qué te pasa?
Julio no daba señales de voz.
Sobre la barra cayó una sombra particular.
–Rengo, basta. Nos están mirando todos –se endureció uno..
–Acabala, llorón –dijo áspero otro.
–¿Y ahora qué querés? ¿Qué te pidamos perdón? –se enfureció un tercero.
–Che, rengo de mierda, terminala –amenazó un cuarto, agarrándolo de la camisa y sacudiéndolo.
–¡Mariconazo de mierda! –gritó Pedro pateándole la pierna más corta debajo de la mesa.
A Julio se le encogió la mejilla derecha. Le había dolido. Despertó. Miró extrañado alrededor. Se puso de pie.
–Pero qué me contás del infeliz –fue el comentario que siguió a Julio hasta la calle.
Hubo un silencio todavía. Después los muchachos se pusieron a jugar al billar.
Encontraron a Julio al día siguiente, sentado en el sillón de cuero gris, con la pierna derecha, la más corta, descalza y extrañamente mordida. Un rastro como de babosa iba y venía hasta la ventana abierta. Había muerto feliz, al parecer. Su cara sonreía.

 

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