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Por Julio Nudler Antes, hace mucho tiempo, la idea (la aspiración) era que ningún salario fuese inferior a un mínimo llamado vital, que debía asegurarle al trabajador lo básico indispensable para vivir. Y además debía ser móvil, porque la inflación podía elevar el costo de vida, y también porque culturalmente podía variar la valoración de lo imprescindible. Hasta que irrumpió el mercado y la idea cambió absolutamente. A partir de entonces, el salario mínimo pasó a ser apenas una comprobación estadística: su nivel dependería del poder de negociación de los trabajadores (filtrado por su representación sindical) y los empresarios. Ese mínimo negociado correspondería al básico más bajo de convenio, sin ninguna relación particular con el costo de una canasta esencial. La última vez que se tocó el salario mínimo legal fue en julio de 1993, subiéndoselo a 200 pesos mensuales. Pero para entonces ya regía la Convertibilidad y estaban en plena marcha las reformas estructurales. Como en el proceso de apertura y desregulación de la economía, algunos sectores sufrirían tremendos embates y se debatirían por sobrevivir, no podía haber un salario mínimo común a todos. El salario debería servir como variable de ajuste, y en algunos sectores caer todo lo que hiciera falta. Además de dejarlo estancado, al salario mínimo vital (ya no móvil, porque la indexación quedó prohibida desde abril de 1991) se lo fue desenganchando de todos los conceptos que habían estado atados a él, desde las indemnizaciones hasta los haberes jubilatorios. Sólo conservó su carácter de piso legal, con lo que, supuestamente, nadie puede trabajar por menos, a condición de que no trabaje en negro. Ahora, súbitamente, un aparente acuerdo entre el Gobierno y la CGT reflotaría el salario mínimo para subirlo a 300 pesos. Si de esa retribución deben vivir dos o más personas, para cada una de ellas bajaría el ingreso disponible a 150, 100, 75 pesos o menos (sumas que aumentarían en algo por el añadido de los adicionales por cónyuge e hijos). Esos niveles pueden contrastarse con el actual ingreso por habitante en la Argentina, que es de algo más de 700 pesos mensuales. En realidad, además de acabar reducido a ser un parámetro casi inútil, el salario mínimo quedó también desligado de la evolución de la productividad y la riqueza social. En agosto de 1992, un año antes de que fuera elevado de 97 a 200 pesos, la CGT reclamó en el Consejo del Empleo, por boca del metalúrgico Aníbal Martínez, un salario mínimo de 500 pesos. Ahora, casi seis años y medio después, el actual jefe de la central obrera, Rodolfo Daer, presenta como una conquista la eventual elevación a 300 pesos. Esto mide el deterioro en las expectativas de los trabajadores, o al menos en parte del sindicalismo, a pesar del crecimiento que la economía primero rápida, luego lenta e inestablemente tuvo desde 1992. Más allá de su escasa significación específica, la disposición del Gobierno a desempolvar el salario mínimo es otra muestra de confusión. El salario mínimo es un voto de desconfianza contra el mercado, una herejía en términos del fundamentalismo liberal con que se condujo el menemismo. Vetar por un lado el tope a la tasa de interés de las tarjetas de crédito, y aumentar por otro en un 50 por ciento el salario mínimo son decisiones poco coherentes. Lo que probablemente explique la contradicción es el poder de lobby. Detrás de las tarjetas está la banca. Detrás del salario mínimo a 200 en lugar de 300 sólo pueden estar las pymes y empresarios rurales. En todo caso, cruzar total o parcialmente la frontera entre el blanco y el negro no es difícil en la Argentina, y menos aún respecto de la mano de obra, desamparada por el Estado y mantenida a raya por un mercado laboral sin oportunidades.
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