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CAUSAS DE Y SOLUCIONES PARA LA INSEGURIDAD URBANA
El espejo de La Cava

Un asesinato cerca de La Cava y otro en Ingeniero Budge recrean la alarma social por la inseguridad urbana. Pero es inconducente analizarlos al margen del cuadro socioeconómico general y de la campaña política. Duhalde resiste la tentación autoritaria y se niega a seguir el camino de Estados Unidos. California tiene más presos que Francia, Alemania, Gran Bretaña, Holanda, Japón y Singapur juntos. En los años del menemismo, el uso de la cocaína se ha extendido a los mismos estratos sociales que junto con el empleo estable perdieron la sensación de pertenencia a una comunidad nacional. Es muy alto el consumo de alcohol, que no provoca alarma social pero cuyos efectos son los peores. A 80 años de la Semana Trágica los menores siguen excluidos de una cultura democrática.

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Por Horacio Verbitsky

t.gif (67 bytes) La inseguridad urbana superó en la prensa argentina la consideración de cualquier otro tema. Y nada tuvo más repercusión que los estremecedores asesinatos de una mujer a quemarropa delante de su familia, ocurrido cuando detuvo su auto frente a un semáforo en San Isidro, y el de un chico de 8 años en Ingeniero Budge, durante un intento de robo a la pobre casilla en que vivía. Las fuerzas de seguridad detuvieron con inusual rapidez a los presuntos autores del primer hecho, dos chicos de 14 años, y parecían bien encaminadas en la investigación del segundo. Esta aparente efectividad no apaciguó la alarma y ambos casos fueron utilizados para martillar sobre el gobernador de Buenos Aires, Eduardo Duhalde. Los alineamientos en esta cuestión no siguen líneas partidarias. La mayor estridencia provino de los precandidatos justicialista y radical al Poder Ejecutivo bonaerense, Luis Patti y Melchor Posse, y del secretario de Seguridad Miguel Toma, funcionario del mismo gobierno nacional que acaba de vetar la partida presupuestaria para el Hospital de Clínicas y de crear por decreto un inconstitucional impuesto a la atención médica. Patti encomia la tortura de detenidos como recurso de investigación criminal, Posse clama que no se puede salir a la calle y Toma postula reformas legislativas que endurezcan las penas y ablanden las garantías procesales. El ministro de Justicia y Seguridad de Buenos Aires, Carlos Arslanian, respondió a lo que percibe como una ofensiva psicológica y política con espectaculares operativos policiales en distintos puntos del Gran Buenos Aires. Pero también propuso un compromiso político con la oposición, que lo llevará a reunirse esta semana con Graciela Fernández Meijide y con Raúl Alfonsín (en la casa del ex presidente, ya que las discusiones con un señor García que preside el radicalismo bonaerense, le impiden visitar al ministro en La Plata).
Una lectura de la inseguridad
En Estados Unidos están presos el 1,1 por ciento de los hombres adultos. Según un impresionante cálculo de la revista “The Atlantic Monthly”, en su edición del mes pasado dedicada al denominado “complejo industrial penitenciario”, el Estado de California tiene más personas presas que Francia, Gran Bretaña, Alemania, Japón, Holanda y Singapur juntos. Duhalde se resistió a la tentación del discurso autoritario y dijo que Buenos Aires no tiene capacidad económica para encarcelar al uno por ciento de su población. También admitió que la disuelta policía de su provincia en lugar de prevenir o reprimir el delito lo regulaba, aunque se cuidó de reflexionar acerca de la corrupción política sin la cual tal esquema no es posible y que, según fuertes indicios, no ha cesado. Al mismo tiempo, cuestionó al intendente Aldo Rico por repeler del hospital de San Miguel a los pacientes con residencia en otros lugares del país y al presidente Carlos Menem por vetar la ley que puso topes (aunque generosos) a las tasas de interés por las compras financiadas con tarjetas de crédito. Aunque no pasen de la declamación, las tres respuestas son coherentes con una lectura del cuadro económico y social en el que se producen los episodios de inseguridad. La última Encuesta de Hogares del INDEC, reveló el acelerado proceso de concentración de riqueza en pocas manos y el concomitante empobrecimiento general. Sin llegar a los niveles de Brasil, la Argentina está por primera vez en la historia en una situación de mayor injusticia social que el promedio de América Latina. La situación brasileña no hace previsible ningún alivio cercano para la Argentina. La semana pasada, el diario “New York Times” encomió la política de cajas de conversión que habría permitido a Hong Kong, Bulgaria y la Argentinaresistir en mejores condiciones que los demás países de sus respectivas regiones la crisis financiera iniciada en Asia y propagada luego a otros denominados mercados emergentes. El diario neoyorquino añadió que Brasil estaba estudiando la aplicación de un esquema de convertibilidad, algo que no ha tenido hasta ahora reflejo informativo en la prensa local. La hipotética observación de esta singularidad argentina por los inversores, la rigidez del esquema de tipo de cambio fijo y la generalizada extranjerización del sistema financiero harían concebible que esta vez no hubiera aquí corridas bancarias, como durante la crisis mexicana, ni riesgos a la vista para el mantenimiento de la paridad peso/dólar. La contracara de esas buenas noticias sería la inminencia de una profunda recesión al estilo de los tiempos del patrón oro, con deflación de precios incluída. Los nueve años iniciales del menemismo han demostrado que el crecimiento macroeconómico no acarrea un crecimiento automático del empleo. El último puede ratificar que la recesión sí repercute en forma directa sobre los indicadores laborales, del mismo modo que la anulación de derechos adquiridos por los trabajadores no se considera inseguridad jurídica y el único precio de la economía fijado por el gobierno es el salario.
Una lógica impermeable
La complejidad de estos procesos, que abarcan desde la política y la macroeconomía hasta la vida cotidiana, no puede resolverse con medidas simplistas, como las que suelen surgir de los medios de comunicación y los políticos. En Cuba el presidente Fidel Castro acaba de exigir medidas enérgicas contra el crimen, incluida la pena de muerte, para no perder lo que llamó “la batalla por el orden interno”. Castro identificó el aumento de la criminalidad con las reformas de mercado que introdujo a desgano en su isla igualitaria, incluyendo la circulación de dólares y la apertura al turismo, para compensar la pérdida del subsidio soviético. “Por robo armado de una vivienda espero una condena de al menos 20 años y hasta 30 si es necesario, e incluso prisión perpetua si el asaltante es reincidente”, dijo. Tal respuesta es ilusoria.
Tanto en la Argentina con el ascenso de los índices como en Estados Unidos con su declinación, el paralelismo entre criminalidad, desocupación e ingresos es obvio. Los políticos norteamericanos atribuyen la mejora al endurecimiento de las penas judiciales y al encarcelamiento de casi dos millones de personas, cifra más pavorosa que las de China y Rusia. “Ninguna otra sociedad en la historia de la humanidad encarceló nunca a tantos de sus propios ciudadanos con el propósito de controlar la delincuencia”, sostiene Marc Mauer, en su libro a punto de aparecer “The Race to Incarcerate”, un juego de palabras, entre la carrera y la raza para encarcelar, citado por “The Atlantic Monthly”. Muchos criminólogos consideran decisivos otros dos factores: el retiro de armas de fuego de la circulación, una vez que se detectó que las guerras entre bandas juveniles constituían una de las causas principales de homicidios, y el cambio en los hábitos de consumo de sustancias estupefacientes. Por razones culturales, y no en razón de algún éxito de la política represiva, cesó la epidemia de consumo de cocaína y se incrementó el uso de heroína, cuyos efectos son opuestos. En la Argentina, en cambio, la heroína es poco conocida, mientras la cocaína se consigue a precios muy bajos. Una de las herencias del menemismo es la extensión de su uso a los mismos estratos sociales que junto con el empleo estable perdieron la sensación de pertenencia a una comunidad nacional. Además es muy alto el consumo de alcohol, que no provoca alarma social pero cuyos efectos son los peores. Aunque han aumentado los homicidios en ocasión de robos en las calles de la Capital y el Gran Buenos Aires, la mayoría aún ocurre puertas adentro de las viviendas, entre miembros de un mismo grupo familiar, último orejón del tarro de la crisis económico-social. En esos casos, la droga de elección es el tetrabrik. “La intoxicación alcohólica sigue siendo el contribuyente más importante a muchos episodios de descontrol destructivo”, afirman Harold I. Kaplan y Benjamin J. Sadock en su “Compendio de psiquiatría”.
La heroína produce “inactividad mental, sedación, somnolencia y apatía, y el sujeto puede dormirse” refiere el “Compendio de farmacología”, de Manuel Litter. El consumidor de heroína “se halla en un estado arcaico, paladeando sus sensaciones inmediatas, instintivas, en una atmósfera cálida y blanda, para algunos parecida a la del líquido amniótico” e “indiferente ante lo que sucede en el exterior”. Si la heroína “es por excelencia la droga de la pasividad, las anfetaminas o la cocaína a un nivel intermedio son las de la hiperactividad. Al principio, la relación con el mundo es muy estrecha. Después, se impone una confrontación. La cuestión es llegar a vencer, a dominar”. Hay que “demostrarse y demostrar a los demás que uno es el mejor, el más fuerte”, afirma Claude Olivenstein en “El yo paranoico. De la sospecha al delirio”. Añade el psiquiatra francés especializado en recuperación de adictos: “En el high, punto de máxima inflexión, generan un sentimiento de omnipotencia, de facilidad ante la tarea a llevar a cabo, la convicción de una solución cómoda a todos los problemas”. Pero esa “ficción choca con la realidad. En cuanto a los obstáculos, se vienen abajo o, en caso de que opongan resistencia, son destruidos. A la inversa, en la fase down, o de inflexión mínima, cuando los efectos “positivos” de la substancia se agotan, el sujeto queda reducido al tamaño de un enano, todavía más pequeño que eso, ridículo, miserable, sin objetivos, ni perspectiva de huida”. Sobre todo cuando 600 policías rodean La Cava. En un artículo publicado el 28 de diciembre, el “New York Times” explicó que la cocaína, a diferencia de la heroína, “produce un viaje breve e intenso, que crea una necesidad incesante de dinero. Pero los robos en casas llevan tiempo y para obtener dinero deben venderse los bienes obtenidos”. La cocaína y el alcohol potencian sus respectivos efectos. La cocaína genera la sensación de omnipotencia descrita por Olivenstein y aumenta la tolerancia al alcohol, de modo que es posible tomar mucho sin plancharse. A su vez el alcohol deprime el funcionamiento de la corteza cerebral, y así desinhibe el freno moral, lo que puede explicar la aparición de asesinatos a quemarropa y sin una racionalidad aparente.
El primer tema de preocupación
“La violencia urbana es en toda América Latina el primer tema de preocupación, con el que sólo compite la desocupación. Y si hay menores involucrados, se convierte en histeria, sin relación alguna con la realidad. En ningún lugar la histeria es mayor que en Chile y Uruguay, precisamente aquellos con mejores condiciones objetivas de seguridad. Y la alarma es mínima en países donde el problema es más grave, como Colombia, porque debido a la guerra nadie lo percibe”, dice Emilio García Méndez, asesor del area Derechos del Niño de Unicef. En la Argentina, agrega, “ni siquiera hay información confiable. Las leyes vigentes no permiten producirla. Si alguien dijera que hay un aumento alarmante de la inflación, en una hora cuarenta organismos lo refutarían, con cifras precisas. Cuando un tema es asumido como central por el sistema político nadie juega con él y hay información cualitativa confiable. Pero si alguien dijera que hay un aumento alarmante de la criminalidad infantil, nadie podría desmentirlo, entre otras cosas porque falta información confiable, hasta de las categorías fundamentales, como el número de los chicos privados de libertad”. La reacción social frente a hechos de violencia y la inseguridad urbana “tiene un carácter cíclico, aparece y desaparece, fundamentalmente en los medios masivos de comunicación. Y se torna esquizofrénica si hay jóvenes o adolescentes involucrados. Primero se convierte a los jóvenes en demonios, se propone bajar la edad de imputabilidad, aumentar las penas, incluso se hace la apología de la justicia por mano propia. Pero las víctimas no tienen el poder para mantenerse por mucho tiempo en los medios de comunicación y el hecho tiende a diluirse. Al poco tiempo sucede otro hecho, de la misma violencia y crueldad pero de signo contrario. Por ejemplo, uno o dos adolescentes son víctimas de algún exceso policial, entre comillas. Se produce entonces la reacción opuesta. Los adolescentes se convierten en ángeles. La reacción social oscila entre considerarlos ángeles o demonios, pero nunca lo que son y deberían ser: sujetos de derecho, y como tales, sujetos de responsabilidad”, añade. Para García Méndez el derecho de menores vigente “es ante todo un no derecho, que refleja esa realidad esquizofrénica. El derecho de menores es un festival del eufemismo, nada es lo que se dice que es. El juez es un buen padre de familia, el proceso es una instancia educativa, la privación de la libertad es una medida de protección. La sutileza es menor con las figuras propias del proceso acusatorio moderno, como el abogado defensor o el Ministerio Público, porque directamente desaparecen. Lo que caracteriza la relación del Estado y de los adultos con los adolescentes es la discrecionalidad y esta cultura dificulta la instalación de un planteo garantista. No se juzga a los menores por lo que hacen sino por lo que son. Este derecho penal de autor legitima cualquier arbitrariedad”. En esas condiciones, “un mismo hecho de violencia cometido con las mismas características por dos adolescentes distintos puede tener respuestas diametralmente opuestas. Peor aún, un adolescente que deambula por la calle puede ser internado por cinco años, lo cual es un eufemismo por privación de la libertad, con el pretexto de protegerlo. Media hora después llega al mismo juzgado otro adolescente que ha cometido un homicidio doloso. Pero como tiene un entorno familiar y es parte del sistema educativo, se lo entregan al padre, sin violar ningún dispositivo legal, en estricto cumplimiento de la ley. La culpa no es del juez sino de la ley. Cualquier ley pasada, presente o futura, que ponga el acento en las condiciones personales del adolescente y no en las características del hecho, se convierte en una forma más o menos sutil de asegurar la arbitrariedad, la impunidad para algunos y castigos desproporcionados para otros. En contingencias como la actual hay que ratificar que la construcción de una cultura garantista está vinculada con la construcción de una cultura democrática. No hay discrecionalidades buenas y malas”, afirma.
Las hipótesis de entrada al sistema “son prácticamente ilimitadas, van desde el chico que cometió un homicidio hasta el que fue abusado sexualmente o se encuentra abandonado moralmente, categoría legal de absoluta indefinición. Y en todos los países de América en los que no hubo una reforma seria, las instituciones a las que ingresan están absolutamente abarrotadas. Los sistemas de internación también están basados en la más absoluta hipocresía, que se refleja en su arquitectura y su estructura interna. O no existe ningún tipo de contención, afuera hay muros de 20 centímetros y flores, pero adentro hay celdas de 2 por 2 en las que los muchachos se encuentran blindados 24 horas por día. O se entra por cualquier motivo y la fuga forma parte de la fisiología y no de la patología de la institución. Y los que se fugan son como norma los que merecerían estar adentro”. La ley tampoco distingue entre el autor de un delito grave y uno trivial. Ambos pueden ser sometidos al mismo régimen, con independencia del delito, y hayan sido sus autores o sus víctimas. “Es una ley ilimitada, que permite hacer con los chicos absolutamente cualquier cosa”, dice García Méndez.
–¿De cuándo es esa ley?
–La ley Agote o de Patronato de Menores es de 1919.
–Contemporánea de la Semana Trágica y de las grandes rebeliones de los trabajadores inmigrantes.
–Sí. Y las leyes que establecen un régimen penal especial para la franja de los 16 a los 18 años, son de 1980.
–Durante la última dictadura.
–Sí. Son leyes que reúnen lo peor de los dos mundos. Tienen toda la discrecionalidad típica del no derecho de menores, y toda la reacción punitiva del derecho penal de adultos. El día que empecemos a entender que la discrecionalidad del sujeto es mala en sí misma, habremos dado un paso importante hacia un sistema de responsabilidad penal juvenil que constituya una respuesta adecuada pero justa, a problemas de naturaleza grave.
Para el asesor de Unicef, “los procesos inquisitorios, donde el juez investiga y sanciona, son incompatibles con la democracia, que sólo debería admitir un proceso acusatorio, en el que el fiscal acusa, el defensor defiende y el juez decide. En el derecho de menores existe la figura híbrida del asesor de menores, que cumple funciones de defensa pero también de Ministerio Público. La designación de un abogado defensor de confianza no está vedada a los menores, pero la reacción del sistema es tal que la constitución de un abogado defensor particular es considerada prueba irrefutable de culpabilidad. La cultura de la defensa jurídica no existe en el derecho de menores, porque está regido por una ideología discrecional protectora. La designación de defensor sí es obligatoria en legislaciones modernas, en las que su ausencia implica la nulidad de todas las actuaciones, como en Brasil, El Salvador y Costa Rica”. En el caso de La Cava, si se demostrara que los chicos detenidos no fueron quienes mataron a la señora, hasta los 18 años podría corresponderles “exactamente la misma medida que si se los hallara culpables”.
–Siguiendo con la hipótesis de los chicos detenidos en La Cava. Si fueran realmente los autores del hecho, ¿cual sería la respuesta adecuada, democrática?
–En primer lugar, la respuesta debe ser seria. Porque cuando el Estado no da una respuesta seria, la sociedad tiende a dar respuestas brutales, la justicia por mano propia, los linchamientos, que están a la orden del día en América Latina. Una respuesta seria es instituir un sistema de responsabilidad penal juvenil. Eso no quiere decir llenar los institutos de chicos, tal vez lo contrario, pero sobre bases muy claras de discriminación y no en forma arbitraria. Por ejemplo, cuando Costa Rica estableció ese sistema, las penas que se fijaron fueron muy altas. El proyecto de ley fijaba una pena máxima de cuatro años, pero de madrugada fue modificado y se estableció en 15 años, que es una enormidad. Yo creo que para un adolescente, más de cinco años es contraproducente. Pero aun así, el número de menores privados de su libertad en Costa Rica se redujo siete veces. La otra gran novedad es que ahora sólo hay allí menores detenidos por homicidio, estupro y asalto a mano armada, que fueron sometidos a un proceso con todas las garantías de defensa. No es cuestión de que un régimen sea blando o duro, sino justo. Es la única manera de articular la difícil conjunción del derecho de la sociedad a su seguridad colectiva con el derecho de cada individuo al respeto de sus libertades. Cuando la seguridad colectiva se busca al precio de la libertad individual hay dictadura. Cuando ocurre a la inversa hay anarquía, y la sociedad no se merece ninguna.
–¿Cómo debería ser ese sistema de responsabilidad penal juvenil?
–No es necesario inventarlo, porque está en la Convención Internacional de los Derechos del Niño. Los artículos 37 y 40 de la Convención establecen todos los principios de un sistema garantista acusatorio: el de humanidad, que excluye penas crueles y degradantes; el de legalidad, por el cual no puede haber delito ni pena sin ley anterior; el de jurisdiccionalidad, que presupone un juez natural e imparcial; el del juicio contradictorio, que implica la definición de los roles del juez, el defensor y el ministerio público; el de inviolabilidad de la defensa, con la presencia de un defensor técnico en cada acto procesal; el de impugnación, por el cual debe ser posible recurrir ante un órgano superior; el de legalidad del procedimiento, que no puede quedar librado a la discrecionalidad del órgano jurisdiccional y el de la publicidad del proceso. La Convención y todas las reglas de Naciones Unidas establecen que la privación de la libertad es una medida excepcional, breve y de último recurso. Incluso se invierte la carga de la prueba, y son los jueces quienes tienen que demostrar que otras medidas no son más adecuadas. En pocos países del mundo esa Convención está tan incorporada a la legislación nacional como en la Argentina, donde tiene jerarquía constitucional desde la reforma de 1994.
–¿Eso quiere decir que las leyes de menores vigentes son inconstitucionales?
–Sin duda. De inconstitucionalidad absoluta.

 

Hasta 10 años

García Méndez rechaza el proyecto del diputado Alberto Pierri, de reducción de la edad de imputabilidad penal, pero prefiere no pronunciarse hasta que termine de estudiarlo sobre el más sutil que obtuvo media sanción de la Cámara de Diputados el último día de sesiones ordinarias de diciembre. Acordado entre Chiche Duhalde por el duhaldismo y Maricarmen Banzas de Moreau por la Alianza, ese proyecto enuncia garantías propias del proceso acusatorio, pero no crea sus instrumentos, como el Ministerio Público independiente y la nulidad de las actuaciones si no interviene el abogado defensor. Después de 80 años, confirma la discrecionalidad del juez establecida por la ley Agote el mismo año de la Semana Trágica y en 1980 por la última dictadura. La sanción sigue dependiendo de la personalidad del menor y sus condiciones familiares, y permite una privación de la libertad hasta por 10 años.

 

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