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Hasta los dientes Por José Pablo Feinmann |
![]() Leí, durante estos agitados y presagiosos días, un análisis de esa situación en términos de lucha de clases. No, aquí no hay lucha de clases. Y no por la remanida, sobada cuestión de la "muerte del marxismo". Lo que murió del marxismo es, en principio, lo que murió de la sociedad burguesa. Marx parte de un análisis de esa sociedad y la encuentra dividida en clases antagónicas. Esas clases eran antagónicas a causa del lugar que ocupaban dentro del aparato productivo. De este modo, la sociedad burguesa era una sociedad del trabajo, de la producción y es dentro de esa sociedad que tiene sentido hablar de clases sociales. La sociedad fin de milenio ya no es una sociedad del trabajo. Ya no existe el trabajo asalariado que le permitía al burgués apropiarse de la plusvalía que el trabajo obrero generaba. La sociedad burguesa está muerta para siempre. Ya no hay burguesía, ya no hay proletariado. Sólo existe la banca supranacional, que maneja y somete a los estados nacionales, y que no genera trabajo sino exclusión. El viejo burgués pertenecía, como el viejo proletario, al orden del trabajo, de la producción: utilizaba su capital para montar una industria, contrataba obreros y producía mercancías. Era un mundo objetal, humano, en el que los protagonistas tenían carnada, compartían un destino concreto aun en la modalidad del antagonismo. La sociedad en que vivimos no es la sociedad burguesa. No es una sociedad del trabajo, ni del trabajo asalariado ni de la explotación del hombre por el hombre, o lo que fuere. Es una sociedad salvaje en que unos se salvan y otros se hunden. Es una sociedad en la que unos comen y otros sufren hambre. Una sociedad con dos grupos a los que no podemos llamar clases sociales porque no tienen relación con el aparato productivo. Por decirlo claramente: los excluidos --y esto es lo que los define-- no pertenecen al aparato productivo. Fue el capitalismo, en su modalidad salvaje, el que suprimió las clases, no el marxismo por medio de la revolución liberadora que llevaría a la sociedad sin clases, a la sociedad de la libertad y no de la necesidad. Los que muestran sus dientes frente a los supermercados no son proletarios. Son hambrientos. No son trabajadores, son desechos marginales de una sociedad que existe matando el trabajo. Los dueños de los súper y la policía que los ampara no son la burguesía. La burguesía siempre creó y ofreció trabajo. Hoy, los poseedores ofrecen limosnas. Todo conduce al enfrentamiento. Pero no al enfrentamiento estructurado, riguroso de la sociedad burguesa. La historia, cada vez más, se parece al estado de necesidad que describía Hobbes como previo al contrato. El trabajo, durante siglos, funcionó como el verdadero contrato. Había para todos. Dentro de la desigualdad, pero todos tenían algo. Hoy, la mayoría no tiene nada. Ni tiene cómo tenerlo. Ni los poseedores tienen cómo dárselo, ya que el esquema económico que han edificado no puede incluir a los excluidos. Sólo resta, en el mejor de los casos, un asistencialismo de corto alcance, paliativo, que demore eso que, dentro de este sistema, parece inevitable: los estallidos irracionales. Todos lo saben. Por eso están como están. Hasta los dientes.
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