Por Diego Fischerman
Es posible
que 1998 sea recordado como el año en que murió Frank Sinatra. O como el de la muerte de
la gran Betty Carter. Pero, también, como aquel en el que, definitivamente, los
empresarios del espectáculo porteño, después de reiterados fracasos, dejaron de poner
sus fichas en las visitas extranjeras. Los números no cierran, no existen auditorios con
un tamaño adecuado para espectáculos que no persiguen la masividad y queda un espacio,
apenas, para aquellos nombres que exceden los límites de público del género. Ni Oscar
Peterson ni Wynton Marsalis son representativos de nuevas tendencias o de los caminos que
el jazz está tomando en la actualidad. Pero parecen ser los únicos capaces de llenar
teatros grandes. Uno en el ocaso de una carrera más ligada al show que a la profundidad
musical por lo menos desde 1965 a la fecha y el otro en el apogeo de su propia
canonización como el gran canonizador de la tradición del género, Peterson y Marsalis
llegaron a Buenos Aires para mostrar exactamente eso que puede esperarse de ellos. El
pianista no sorprendió, tocó como se tocaba en 1940 más allá de sus actuales
limitaciones técnicas, que de todas maneras no son relevantes hizo gala de swing e
hizo lo suyo de la mejor manera esperable. El trompetista hizo, al frente de la Orquesta
de Jazz del Lincoln Center, un show tan correcto como pobre y monocorde, sin variedad en
los arreglos y tocado sin demasiada convicción por un grupo de buenos músicos y pocos
virtuosos.
La otra estrella que llegó a Buenos Aires, en cambio, lo hizo con una propuesta nueva y,
en muchos sentidos, la más coherente de los últimos tiempos. Chick Corea, con Origin,
vuelve a las raíces del Hard Bop y conforma un grupo polifuncional, capaz de moverse
desde el sonido de los Jazz Messengers de Art Blakey al de una pequeña orquesta de
cámara. Y en esta ciudad estuvo a la altura de todas las expectativas, mostrando
creatividad, variantes y, sobre todo, un gran nivel de interacción grupal.
El dato alentador lo da la apertura de nuevos clubes de jazz, la continuidad de los que ya
existían y la actividad de un puñado de músicos que demuestran que aquí también se
puede crear a partir de los elementos ya internacionalizados (globalizados, dirían
algunos) del jazz. El pianista Adrián IaIaies, que además grabó un disco excelente con
su trío, el contrabajista Hernán Merlo, el pianista Ernesto Jodos y el guitarrista
Guillermo Bazzola (varios de ellos viajaron además para participar en un festival de jazz
argentino y brasileño organizado en Nueva York por los consulados de esos países)
lideraron proyectos que fueron bastante más allá de la correcta aplicación de las
estandarizadas enseñanzas de Berklee. La otra cuota de optimismo la aportaron algunos
satélites, asimilables al jazz por el lado de la improvisación: el klezmer de
Moguilevbsky y Lerner, el quinteto de Bernardo Baraj y la gran revelación del año, el
grupo Puente Celeste, del percusionista Santiago Vázquez, donde el jazz se da la mano con
King Crimson, Leo Maslíah, Oregon, Mateo, Naná Vasconcelos y, por suerte, mucho de
cosecha propia.
LA MUERTE DE MICHEL PETRUCCIANI
Lo único que importa
Por D. F.
Hablaba con la voz
finita, endeble, que podía esperarse de él. Y lo que decía, entre otras cosas, era que
lo único que no soportaba de su enfermedad era que fuera inevitable hablar de ella a la
hora de señalar sus méritos como pianista. Cuando toco suelo cerrar los ojos. La
gente también cierra los ojos para escuchar mejor. Y cuando se tienen los ojos cerrados
¿Qué mierda importa que uno mida un metro con cincuenta? Lo único que importa, cuando
uno hace música, es la música. ¿Acaso a alguien le importa que Beethoven estuviera
sordo cuando compuso la Novena Sinfonía? ¿Alguien le disculpa algo por eso?. Pero
claro, cuando se trataba de Michel Petrucciani, hablar sólo de música era imposible y
él lo sabía. El miércoles pasado, Petrucciani murió. Tenía nada más que 36 años y,
como en la famosa anécdota de Parker, parecían muchos más. Aunque él tomaba sus
huesos de cristal con sentido del humor hasta con cierto cinismo e
incluso con una especie de omnipotencia negadora se puede suponer que la vida no le
fue fácil. Como tampoco lo era, para él, tocar el piano. Los pedales debían estar
adosados a unos alargues para que pudiera trabajar con ellos. Tenía una técnica
especial, inventada por él, para tocar en los extremos del instrumento con una sola mano,
ya que con la otra se sostenía para no caerse. Y sin embargo, lo que importaba (lo
único que importaba, diría él) era la fluidez y el rigor con el que construía
sus solos. En uno de sus primeros discos, Power of Three, junto a él aparecían dos
músicos de generaciones anteriores: el guitarrista Jim Hall y el saxofonista Wayne
Shorter. En esa elección de compañeros como en la de los italianos Stefano Di
Battista y Flavio Boltro y el norteamericano Bob Brookmeyer, en su reciente Both
Worlds había mucho más que una simple opción. De lo que se trataba era de apostar
a la interacción, al escucharse mientras se toca, al confiar tanto en la creatividad de
los demás como en la propia. Ahora, acaba de salir en Francia su último disco, Solo,
grabado en vivo en la sala Alte Oper de Frankfurt el 27 de febrero pasado. Es posible que
con el tiempo vaya olvidándose su enfermedad, que vayan quedando sólo sus discos. Y que
entonces, recién entonces, pueda hablarse, como él quería, sólo de lo que importa: de
los sonidos creados por uno de los mejores pianistas de jazz de los últimos veinte años.
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