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Por James Neilson |
![]() En Europa occidental, dicha actitud sería típica de derechistas impenitentes, pero aquí, donde la famosa "presión impositiva" es leve en comparación con la habitual en el legendario Primer Mundo, se la cree perfectamente normal. Es que todos los políticos se consideran de "clase media" y por lo tanto son contrarios a medidas que perjudicarían a sus congéneres: por eso, la mayoría pobre de la población tendrá que conformarse con palabras conmovedoras destinadas a asegurarle que los demás comparten su angustia. El método funciona: no hay nada mejor que la solidaridad ajena, aun cuando sea meramente verbal, para tranquilizar a los hambrientos. Todo sería distinto si los políticos pudieran encontrar la forma de dar dinero a los pobres sin sustraerlo a los que, en un país cuyo producto per cápita es exiguo, constituyen la clase media. A menudo, se las ingenian para hacer pensar que saben cómo lograrlo. ¿Y si terminamos con la evasión? ¿Si eliminamos los fondos reservados? ¿Si manejamos mejor el gasto público? Sin embargo, aunque cumplieran estas asignaturas en principio indoloras pero en la práctica muy difíciles, seguirían necesitando muchísimo más dinero. Una fuente natural serían los empresarios, pero por motivos comprensibles los dirigentes no quieren desatar un "golpe de mercado" acompañado por una fuga multitudinaria de capitales. Antes de 1991, gobiernos de diversa coloración, entre ellos los militares, intentaron solucionar el problema planteado por su deseo de redistribuir sin aplastar a la gran clase media con inflación, pero ya no les queda esta opción tradicional, mientras que otra que en un momento disfrutó de cierta popularidad, la de atribuir la miseria al "imperialismo" y reclamar un subsidio costeado por los países ricos, hoy en día atrae sólo a un puñado de lunáticos.
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