Por Diego Fischerman
Alguna
estrategia de marketing ya hizo que en Francia se hable del "Año Poulenc".
Desde el bicentenario de la muerte de Mozart, cada año aparecen, promocionadas por casas
discográficas y sociedades de conciertos, las cifras redondas más absurdas. Desde los
163 años de la primera pelea entre Dvorak y su padre carnicero hasta los 17 meses y 4
días de un nuevo estreno de Stockhausen, todo tiene su lugar en el mercado. Junto a los
peso pesado (Mozart, Schubert, Brahms) tuvieron su lugar nombres casi desconocidos para el
gran público (Frescobaldi, Ockeghem). Y ahora, claro, Poulenc, que hubiera cumplido, el 7
de enero pasado, cien años de edad.Pero lo importante de este músico
compañero de ruta de pintores como Picasso, Bracque, Léger y Derain,
discípulo de Erik Satie y amigo de poetas como Jean Cocteau y Guillaume Apollinaire, no
es la redondez del aniversario sino hasta qué punto su obra es la banda sonora perfecta
del París de los años 20. Una banda sonora en la que resultaba esencial el rechazo por
el romanticismo en general y por todo lo que pudiera asimilarse al sentimentalismo en
particular. Arcaísmos, un espíritu clasicista heredado de Debussy y, sobre todo, Ravel,
el culto a los instrumentos de viento y a las formaciones heterogéneas, el
redescubrimiento del coro y, sobre todo, una negativa fundamental. Poulenc escribió de
todo, para todos los instrumentos y en todos los formatos. De todo menos, justamente, lo
que había sido el terreno por excelencia del discurso musical abstracto durante el siglo
XIX: cuartetos de cuerdas y sinfonías. En cambio, hizo un credo de la composición de
canciones tan pequeñas como perfectas, en las que los textos de sus amigos eran
trabajados con una obsesión que le hacía honores a sus antepasados ebanisteros del
barrio del Marais. El legado, un siglo después de su nacimiento, son, además de esas
canciones, una ópera magnífica (Diálogo de carmelitas, con libreto de Georges
Bernanos), varias obras para la escena (La voz humana, Los pechos de Tiresias,
Figura humana), su música para el famoso cuento de Babar y una colección de obras
de cámara notables.
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