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Por Julio Nudler |
![]() La Argentina tiene demasiadas fichas puestas en Brasil, en una dependencia que nunca puede ser recíproca por el diferente tamaño de una y otra economía. Pero esa supeditación es la consecuencia de una productividad que, en promedio, no permite extender la frontera comercial hacia los grandes mercados de la Tierra. Respecto del resto del mundo, el país acude al recurso de las materias primas y los insumos (commodities), siempre vulnerables a las crisis. Las exportaciones, castigadas por el achique brasileño, son un componente de la demanda global. A otro, que es la inversión, no le irá mejor si ya no resultase atractivo producir en la Argentina para abordar Brasil desde aquí. Este objetivo fue uno de los dos grandes motores para la inversión en esta década. El otro fue el mercado interno (servicios públicos, supermercados, etcétera), que no podrá deparar las mismas alegrías en el futuro porque las grandes presas ya fueron atrapadas. Por el momento no son muchas las razones de volcar plata en este remoto país austral para apuntar a consumidores distantes. La economía argentina, aceleradamente globalizada a partir de 1991, se quedó con la obra a medio terminar y, por tanto, grandes dificultades para seguir creciendo, además de cargar con el fardo de un tipo de cambio desfavorable y de una política económica constreñida por la convertibilidad. Cavallo lo atribuirá a que después de 1994 no hubo más reformas estructurales. Machinea dirá que hacen falta políticas activas, de apoyo sectorial. Sea cierto o no, nada de eso se corregirá en un año de despedida como 1999, por lo que sólo se plantea una estrategia defensiva, de resistir y rezar para que se aleje la tormenta.
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