|
Por Alejandra Dandan Desde Mar del Plata
En la imagen, María Elvira Ponce Aguirre, viuda del pintor Molina Campos, insiste por quinta vez que "nos llevábamos tan bien, éramos tan amigos que nos casamos tres veces". El tono patricio de la mujer se desliza entre los oyentes. "Busco un poco de conocimiento", murmura José Florimonte mientras da vueltas alrededor de esas 150 pinturas de Florencio Molina Campos que cuelgan en la vieja casa de Victoria Ocampo. El hombre fue marino raso y acaba de llegar a la Villa a fuerza de renegarle al taxista que "sí, que la casa existe, debe estar más adelante, es la vieja estancia de Victoria Ocampo". Cada tarde, muchos ceden playa y sol: más de 500 personas visitan por día la muestra de Molina Campos en Villa Victoria, unas 1000 escucharon la conferencia de María Elena Walsh en ese mismo lugar y otros 300 pasan diariamente por el Museo Castagnino o arman circuitos alternativos en busca de cuevas culturales donde sublimar el ocio. "Ay, che, mirá lo que son esos muebles, ahora que se usan todos pintados." La mujer respira el aire de nobleza. Anda por el piso superior de la casa. Dos nenas se le cuelgan. "Yo me compraría esta casa", desafía una rubiecita mientras retuerce una trenza. En la Villa confluyen dos encantos. La impronta ampulosa de Victoria y aquel hombre de alpargatas. Por eso esta vez un portero insiste ante Olga y José: --Señora, estamos cobrando entrada. Sale dos pesos. --¿Y para los jubilados? --reclama la mujer. Como ellos, la mayor parte del público es turista. "El 70 por ciento de la gente no es de Mar del Plata y la mayoría viene del interior. Especialmente de Córdoba, San Juan y Mendoza", dice D'Amico que desde la entrada pasa datos sobre esa casa rematada por el Estado y adquirida en el `81 por la municipalidad local. La capelina musgo de Alicia no deja de volverse: "Qué bárbaro..", comenta a su amiga que desde atrás no sabe si seguir el ritmo de sus muecas o la pantalla. Son vecinas de temporada. Alicia opta por circuitos alternativos. Idéntica postura asume su vecina que se pronuncia como entre "quienes viven de espaldas a la playa". Prefiere recorrer el Museo Castagnino, tomar el té con Alicia en el café Boston y hacerse escapadas al Auditorium. Turistas como ellas fueron las que llenaron Villa Victoria la semana pasada para escuchar las charlas, organizadas por Editorial Planeta, de Juan José Sebreli y María Elena Walsh --800 y 1000 personas respectivamente--, un evento que se repetirá con otros escritores. Los próximos son Mempo Giardinelli y Félix Luna. Libreros como don Orlando ensayan su propia sociología del turista --culto o no-- en sus locales: "Hay dos tipos de lectores, los que se pierden revisando libros y los que no leen más que la basura que venden los medios y son la mayoría". El hombre hace cuentas reconcentrado sobre la caja. "¿Cómo era el último de Sabato?", pregunta un gordo desorientado. "Antes del Fin", repite el viejo Orlando hastiado de soplar el mismo título. "De cada veinte que entran, capaz que 15 o 19 te piden el último de Sabato", dice ahora alguien en la librería Broadway. En lo de don Orlando el gordo pregunta por el precio. "Quince. ¿Te decidiste a gastar la plata?", provoca el librero que anticipa una sonrisa por la respuesta que sabe obtendrá después de preguntar "¿para quién es?". "Y, mi mujer me lo pidió. Yo estas cosas no leo." En tanto el librero del shopping Los Gallegos lamenta la pérdida de público culto: "Capaz que por ahí entra alguno y pide algo de Auster o Tabucchi, pero más no". En el shopping no hay mesa de saldos. Ausencia idéntica en el resto de las librerías. "Es que los libros están baratos, incluso ahora los clásicos se consiguen en ediciones nuevas de tres pesos", dice otro librero. Lejos de ahí, una rubia revisa y pide un libro de Sidney Sheldon: --Sí, elegí este libro pasatista o light --ironiza-- que me lo devoro en la playa. El otro día me compré Las Piadosas de Andahazi pero es imposible.
|