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LOS ESTRENOS DE LA SEMANA

“LA NOVIA DE CHUCKY”, UNA SALUDABLE SORPRESA
Muñequitos por naturaleza

La nueva secuela del muñeco asesino, ahora en dupla “romántica”, rescata el legado de Scream”. La cartelera se renueva con otras cuatro películas, que incluyen una nueva versión de “Cenicienta”.

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Por Horacio Bernades

t.gif (67 bytes)  ”Por más que me mates voy a renacer, todas las veces que sea necesario”, desafía Chucky,image2.jpg (19004 bytes) totalmente conciente de su papel como protagonista de una serie de películas. Como toda serie, ésta –inaugurada en 1988 con Chucky, el muñeco diabólico y continuada con dos olvidables secuelas– necesita seguir reproduciéndose, hasta que el público se canse y ya no haya más jugo para sacarle. “Igual, morir es una cagada”, reconoce el monstruito, con el mismo humor negro del que hizo gala a lo largo de toda la película.
Autoconciencia, mucho humor y una buena dosis de imaginación son los pilares sobre los que se asienta La novia de Chucky, y le permiten convertirse no sólo en la mejor de la serie (aunque la primera no estaba nada mal) sino también en el más disfrutable film de terror de los últimos años. Después de Scream, por supuesto. De hecho, La novia de Chucky es la primera película de terror que recoge decididamente el legado de aquélla, citándola incluso. Si Scream había producido un tajo profundo en el género, fue porque Wes Craven y su guionista Kevin Williamson le dieron al film y sus personajes conciencia de sí, además de sentido del humor e ironía. Que La novia de Chucky llegó para recorrer decididamente este camino queda claro en la propia secuencia de créditos. Allí, una mujer (Jennifer Tilly, excelente caricatura de rubia vulgar y letal) saluda al resucitado muñeco con un “Hello, Dolly!” que juega con el sentido de la palabra (doll es muñeco, en inglés) y con la cita cinematográfica burlona. Para comprender el sentido de lo que ocurre, no es necesario haber visto la primera de la serie. Como si se tratara de la nueva entrega de una historieta, el guión se ocupa de informar “qué pasó hasta aquí”. Entonces se recapitula: antes de morir acribillado por la policía, un asesino serial (Brad Dourif, de allí en más presente sólo en voz) había buscado refugio en una juguetería. Antes del último suspiro, y gracias a un encantamiento vudú, logró transferir su alma a un muñequito –el nunca bien ponderado Chucky–, de allí en más muñeco sangriento. Ahora, la novedad es la aparición de la novia del asesino, quien –con la ayuda del manual “Vudú para tontos”– reconstruye al destrozado chiche con aguja e hilo, para volver a su amante a la vida. Y, de paso, jugar con los recuerdos del Frankenstein clásico y su secuela, La novia de Frankenstein. Por supuesto que la cosa no saldrá bien, y, luego de un apasionado clinch erótico entre mujer y muñeco, habrá una violenta discusión de pareja y Chucky –que no puede con su genio– terminará convirtiendo a su novia en su igual.
Film encantadoramente subversivo, La novia de Chucky hace que el espectador no pueda dejar de simpatizar con esta pareja de salvajes (“somos los nuevos Mick & Mallory”, aúllan, en referencia a Asesinos por naturaleza) y disfrute con cada ejecución de algún agente del orden, reaccionarios varios, una pareja de recién casados o cualquier otro representante de las instituciones. “Esta no la tenías, Barbie”, reta Tiffany luego de vestirse de cuero y tachas, mientras su compañero imita a los desaforados de Beavis & Butthead. Hay una ardiente noche de bodasentre ambos (“me puse como Pinocho”, se jacta el muñeco al ver desnudita a su novia), que tendrá, al final, impensadas y divertidísimas consecuencias, dejando de paso el terreno abierto para una secuela. Hay también, por supuesto, varias escenas de crímenes a toda orquesta, como el género manda y sin exagerar con la sangre. Sobre todo, una en una bañera, toda una orgía pop, con electrocución incluida y una lluvia de multicolores pompas de jabón. Aunque el guión no siempre sea del todo riguroso y el interés decaiga un tanto cuando los muñecotes no están en escena, es evidente que guionista (Don Mancini) y director (Ronny Yu, inyectando energía oriental) se divirtieron, al filmarla, casi tanto como Chucky & Tiffany. Y sin matar a nadie.

“EN LO PROFUNDO DEL CORAZON”, DE JOCELYN MOORHOUSE
Algún día, todo esto será vuestro

Por Martín Pérez

t.gif (862 bytes) Son tres hermanas. Una encarna la comprensión, otra el rencor, la tercera la independencia.image3.jpg (22260 bytes) Su madre murió cuando eran pequeñas, y el padre tuvo y tiene toda la autoridad de quien honra con su trabajo a la mejor granja del condado, “mil acres todos pagados, sin una deuda”, según recuerda Ginny, la hija mayor, apenas comenzado el film. “Cuando tenía ocho años, esa granja me parecía el centro del universo”. La historia que la tiene como protagonista cuenta, precisamente, la desaparición de ese universo. Una caída que comienza cuando el padre —encarnado por Jason Robards— decide entregar legalmente sus tierras a sus hijas para evadir la presión de los impuestos. Las dos mayores —Ginny (Jessica Lange) y Rose (Michelle Pfeiffer)— acatan la decisión sin protestar, como hijas dilectas que son. La menor, Caroline (Jennifer Jason Leigh), expone sus dudas en voz alta y es apartada sin más dilación del arreglo por su despechado padre.
A partir de entonces el centro de universo de Ginny —que narra la historia en primera persona— se desmorona. La cruel verdad sobre su padre saldrá a la luz, así como el rencor que le profesa a éste su hermana Rose. Suerte de relectura feminista del Rey Lear, En lo profundo del corazón narra en un ambiente rural cómo el Rey deja su reino en manos de sus hijas. Pero, lejos de ser acechado hasta la locura por sus dos hijas mayores (tal como cuenta Shakespeare, y aquí es la creencia de todo el pueblo), en realidad es el padre el que las enloquece a ellas y se gana mediante engaños los favores de su hija Caroline, la fiel Cordelia de Lear. En el camino de reescribir el mito, es posible enterarse mientras tanto cómo Ginny aprende que su generosidad es estupidez, los problemas de crecer tomando agua con fertilizantes, y cómo la obra de tres generaciones de granjeros puede llegar a su fin a causa del odio de una mujer.
Basada en una novela ganadora del premio Pulitzer, adaptada por la guionista de Un ángel en mi mesa, el gran problema del film de Jocelyn Moorhouse (que ya había mostrado su veta feminista/intimista en Amores que nunca se olvidan) es la incompatibilidad entre la novela y esa intimidad entre hermanas. Moorhouse parece ir hojeando el libro, deteniéndose en los momentos más importantes, pero obligando al espectador a hilar bruscamente los detalles de una historia que sólo puede ser disfrutada a su ritmo, el ritmo de la cotidianeidad. Algo que nunca sucede, por lo que cada tópico es sobrevolado rápidamente: romances, juicios, casamientos. Lo único que se disfruta es la siemre gratificante presencia de Jessica Lange en la pantalla grande, así como las largas y fundamentales escenas dramáticas entre las hermanas interpretadas por ella y Michelle Pfeiffer. Escenas sutiles y llenas de significados, casi todo lo contrario a un film ambicioso y a los tumbos, que termina encandilado por su propio drama.


Esta vez, el tiro del final quedó a mitad de camino

Por H. B.

t.gif (862 bytes) Sobre las primeras imágenes de Ni el tiro del final, una voz dice: “Las historias se cuentanna24fo01.jpg (6619 bytes) siempre desde el lado del bien. Algún día, alguien tendrá que contarla desde el lado del demonio, que suele ser el que las escribe”. Jack Hannaway escribe historias, novelas, aunque no por ello sea un demonio. En algún momento, sí, venderá su alma a un adiposo diablillo menor, que le viene a ofrecer un negocio sucio. Ex alcohólico que suele destilar amargura en clubes nocturnos, Hannaway creerá que allí está su oportunidad de salir de perdedor. Pero no hará más que sumar una nueva derrota, tal vez la más grande.
Escrita por José Pablo Feinmann a comienzos de los ‘80, Ni el tiro del final representa el intento de traducir al argentino los códigos del film noir, esa tradición estadounidense. Dirigida por el argentino (radicado en Estados Unidos) Juan José Campanella, la película vuelve las cosas al punto de partida, al filmar la novela de Feinmann en inglés, con actores y técnicos mayormente estadounidenses, y bajo el ala de la Columbia/Tri Star. En el camino de ida y vuelta, de traducción y traslación, parte del espíritu original parece haberse perdido. No así la letra, ya que la anécdota sigue siendo básicamente la misma. Aunque la historia se haya mudado de Mar del Plata a un pequeño balneario de Long Island y la condición de ex militante del protagonista haya sido prolijamente expurgada, reemplazando política por alcohol. Además de escribir, Jack Hannaway (Denis Leary) se gana la vida tocando, al piano, viejos temas de Gershwin o alla Gershwin, para los distraídos clientes de un cabaret. “Escribo canciones de otros para un público que ya no existe”, dice Jack con sonrisa biliosa, agrediendo olímpicamente a los parroquianos entre tema y tema. No está solo en el escenario. Enfundada en un apretado vestido carmesí, su esposa, Vicky Rivas (la española Aitana Sánchez Gijón), entona torch songs con impostados gestos de gatita.
image1.jpg (21063 bytes)Cuando aparezca un viejo amigo de primaria, ahora detective privado de cuarta, Hannaway creerá que es su oportunidad de cobrarle una a la vida. Jugando con fuego, termina embarcado en un chantaje que incluye arrojar a Vicky a los brazos del millonario Fred Moore (Terence Stamp, todo un gentleman), para sacar unas fotos incriminatorias y cobrar una ponchada de dinero. Claro que el plan le queda grande, y se le volverá en contra. Cinéfilo consecuente, que cuenta con una muy elogiada opera prima en Estados Unidos (The Boy Who Cried Bitch), también se le vuelven en contra a Campanella las buenas intenciones de hacer un film noir como la tradición manda. La letra está, pero falta ese algo –llámese ángel, magia, tensión narrativa o carnadura– que puede hacer de un buen guión una buena película.
Los diálogos –cortos y corrosivos, como pide el género– están en su lugar. También lo está la trama, que se sigue con fluidez y se complica convenientemente. Para ser bueno, en verdad, al guión de Ni el tiro del final (escrito por Campanella junto con dos estadounidenses) le sobra todoun relato paralelo, el de la novela que Hannaway intenta escribir. Más convincentes que los protagonistas (débil Denis Leary, extra cool Stamp, incómoda Aitana como vamp) resultan los secundarios. Sobre todo, Michael Badalucco (un detective privado inepto hasta para corromperse) y Gene Camfield (pesado amigable), provenientes ambos de la cantera de Scorsese. Más allá de sus debilidades, las buenas intenciones de Ni el tiro del final aconsejan abrirle crédito a Campanella. Cuando se estrene Acá es así, su primer film argentino, cuyo rodaje acaba de comenzar, tal vez haya ocasión de corroborarlo.

 

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