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El mejor gag de La quimera del oro es, acaso, el más involuntario de toda la película: apenas superados los títulos, la pantalla muestra un paisaje inhóspito y helado en el que, por la izquierda, el paradigmático personaje de Chaplin The Tramp o Carlitos irrumpe como si nada con la misma ropa de siempre: sombrero, bastón, bigote. El resto de la película puede verse como una serie de variaciones propuestas por semejante aria; porque La quimera del oro es una película sobre el frío y sobre la negación del frío. Un mundo donde todos los personajes menos Carlitos aparecen cubiertos por pesadas pieles y abrigos. En La quimera del oro, Carlitos es más héroe que nunca porque, de acuerdo, tiembla, pero nunca sucumbe a la fuerza de todo ese hielo que lo rodea. Porque ese es el hielo que lo justifica y que, paradójicamente, hace de este film de Chaplin la obra más cálida y, desde un punto de vista físico, la más gimnástica, cinética, hiperkinética. Así, La quimera del oro es una obra que está todo el tiempo entrando en calor. Hasta arder. El haber sido filmada por secuencias en un principio aparentemente inconexas y desarticuladas le da a la película la más larga que Chaplin había filmado hasta entonces un curioso aire onírico. Pensar entonces en La quimera del oro como en una pesadilla de Carlitos desde una película que bien podría ser Candilejas. Pensar también que en su trama deshilvanada de sueño y aun así extrañamente lógica La quimera del oro funciona como una suerte de Chaplins Greatest Hits. En su autobiografía, Chaplin recuerda que todo fue inspirado por la lectura de un libro sobre la fatídica expedición Donnerty cuyos miembros, camino a California, equivocaron la ruta y quedaron atrapados en las montañas de la Sierra Nevada: Al crear una comedia, resulta paradójico que lo que más y mejor estimula el espíritu del ridículo sea la tragedia; porque lo ridículo, supongo, implica una actitud de desafío: nos vemos obligados a reírnos en el rostro de nuestra desesperanza. De no ser así, nos volveríamos locos. La película está repleta de momentos famosos: las secuencias en la cabaña (donde lucha contra el viento, se come un zapato, se balancea sobre los bordes de un acantilado); las secuencias en el saloon (el baile y la pelea); la secuencia del fin de año (donde Chaplin reedita la danza de los pancitos que ya había aparecido en The Cook); el reencuentro casual con el amor de la vida. Pero más importante todavía: La quimera del oro es una de las obras de Chaplin donde mejor funciona su método infalible a la hora de fascinar al público. Un método aparentemente sencillo pero que sólo él supo manejar como corresponde en toda la historia del cine cómico. Un método que él inventó y que es éste: primero logra que la gente sienta lástima por el héroe y culpa por haberse reído tanto de su desgracia; y, para terminar, hace que el héroe triunfe de una manera casi mágica y que implante en el inconsciente colectivo de los espectadores la sospecha de que, tal vez, alguien se está riendo de ellos, alguien va a sentir lástima, alguien se va a sorprender cuando llegue la hora del triunfo final sabiendo que tuvo sentido pasar por todo ese frío para poder disfrutar de la calidez del más feliz de los finales felices. (Extracto de la nota de Rodrigo Fresán sobre La quimera del oro y Día de pago, en el último número de Página/30).
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