Quini 6
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El cine norteamericano de los 30 y 40 --es decir el cine norteamericano de la posdepresión-- está lleno de seres anónimos cuyas anónimas existencias son irreversiblemente modificadas por las bondades de un golpe de suerte y/o los peligros de un golpe de suerte. Frank Capra y Preston Sturges lo hicieron mejor que nadie. El hombrecito gris creciendo a millonario en colores y, muy de vez en cuando, el millonario en colores curioso por saber cómo vive el hombrecito gris. El azar, siempre, como factor decisivo a la hora de la metamorfosis. El verbo CAMBIAR, así: con mayúsculas. Era otra época, claro, donde todavía se podía pensar en la posibilidad --remota pero cierta-- de que las cosas cambiaran para bien de un día para otro. Los mecanismos de la trama se apoyaban, por lo general, en un deus ex machina: la irrupción inesperada y salvadora de alguien completamente ajeno al tejido de la existencia del "héroe". Así, un ángel, un misterioso benefactor, alguien, algo. No es casual que la tan cariñosa como respetuosa revisitación del síntoma que hicieron los hermanos Coen con su El gran salto haya sido un fracaso estrepitoso: cerca del fin del milenio ya nadie cree en milagros; resulta mucho más verosímil la no-ficción de un adolescente nerd desarrollando una computadora casera en el garaje de su casa para convertirse en amo del mundo informático (y del mundo en general) y multimillonario que, dice, se baña poco. En nuestro país la cosa está todavía más difícil a la hora de SALVARSE y/o ZAFAR, mayúsculos verbos argentinos si los hay. Y ahora que hasta Susana ha caído en el descrédito, las posibilidades de cambio patrio se vuelven todavía más inciertas porque hace tiempo que no producimos un gran invento. Huellas digitales, birome, colectivo, dulce de leche son productos que --como la nacionalidad de Carlos Gardel-- despiertan sospechas a la hora del made in, y lo único que se vuelve indiscutiblemente vernáculo por prepotencia de entusiasmo es, sí, la picana eléctrica. Queda el Quini 6, claro. La precisa elección de seis números que --en un par de minutos-- altere para siempre la realidad del afortunado. El mecanismo es tan sencillo que inspira terror sacro. A diferencia de las carreras de caballos o el Prode, no exige algún tipo de conocimiento especializado. Se marcan seis cruces, se camina hasta la caja de la agencia, se sonríe o no y por tres pesos uno compra varios días de alucinaciones (por eso sale más barato y rinde más jugar lo más lejos posible de la fecha del sorteo) con las que no puede competir ninguna droga. Posibles venganzas, actos humanitarios más la siempre atractiva desaparición súbita son, probablemente, los más frecuentados greatest hits de esta polución diurna que sólo nos abandona, tal vez, en el momento en que nos dormimos para soñar que estamos desnudos en público o caemos o volamos: esas idioteces del subconsciente. Sé de lo que hablo. Yo juego al Quini 6. No siempre. De vez en cuando. Sobre todo cuando, como ahora, el pozo queda varias veces vacante y crece y crece y crece... Mi terror más terrorífico es ganar la semana en que ganen unas dos mil personas y que --estadísticamente-- eso me descalifique para siempre a la hora del GRAN CAMBIO. La esposa del afortunado único ganador que esta semana se llevó mi dinero --me cuentan-- dijo algo así como "espero que tanto dinero no nos cambie" o "que no nos quite la felicidad". Estimada señora, una humilde pregunta desde el país superpoblado de quienes no ganaron al Quini 6, desde la sufrida tierra de la que usted acaba de mudarse definitivamente para irse a vivir a una exclusiva isla de la fantasía: si no querían cambiar, ¿para qué cuernos jugaron? Ganar es cambiar un poco porque, básicamente, uno deja de perder. Y eso pone feliz hasta al más estoico. Cambia, todo cambia. Lo que haría yo con catorce millones de dólares desafía el espacio de esta página y este diario. Y es asunto mío. No me preocupan los familiares conocidos, los familiares que uno desconocía, los hipotéticos secuestradores, etc. Lo único que me angustiaría sería que se tratara de un error del centro de cómputos y que tuviera que devolver todo. Tendrían que encontrarme primero, claro. Lo que no sería fácil porque --esto sí puedo adelantarlo-- no utilizaría todo ese dinero "para poder terminar de hacerme la casita" y todo eso.
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