Por Silvina Danish
Laura se enfermó de repente, justo después de separarse de su novio. "Depresión", diagnosticaron los médicos al verla consumirse de a poco. Un caso extraño: a pesar de que comía y comía, Laura iba empequeñeciendo y a medida que se achicaba se hacía más y más hermosa. De sus ojos salía un brillo que parecía concentrar toda su vida.
Su mirada cautivaba, aunque no dejaba de provocar cierto espanto porque los ojos se movían de uno a otro lado observándolo todo sin decir una palabra. Con el tiempo su familia se acostumbró a ese silencio, era más tranquilizador que escucharla hablar con aquella voz prestada y masculina que usaba. "Parece poseída", decía el hermano, pero nadie le prestaba atención.
Fue por esa época que Laura empezó a tener poderes. Cosas simples. Había tomado la costumbre de caminar sin rumbo siguiendo a la gente para adivinar su destino. Elegía a alguien del barrio, se acercaba y caminaba pisándole los talones. Al descubrir hacia dónde iba, se adelantaba y le mostraba el camino.
Al principio no confió mucho en sus poderes porque a veces resultaba fácil adivinar que si Doña Coca salía con el changuito era para ir al supermercado. O cuando Don Valentín caminaba apurado mordiendo su pipa era porque iba a jugarse unos pesitos en la quiniela clandestina.
Pero después se fue perfeccionando. Con mirar fijo a su hermano podía predecir qué notas sacaría en sus pruebas. "Sugestión", decía la mamá cuando la veía y seguía cocinando sin prestarle atención al fenómeno.
Empezó a preocuparse una tarde cuando se cambiaba para ir al cine y la voz grave de su hija le enumeró desde el cuarto contiguo cada prenda que llevaba puesta. A la mañana siguiente y sin pensar en las consecuencias que traería, la mujer se lo comentó a su amiga Amalia en el mercado y, se sabe, ese tipo de noticias en un barrio corren rápido.
Cata fue la primera que se animó a tocar el timbre. Roja de vergüenza, pidió a Doña María que le dejara hacerle una consultita a su hija. Conocida en el barrio por su insaciable curiosidad por los problemas ajenos, la mujer no desaprovechó la oportunidad para preguntarle por el motivo. "Están por echar a mi marido de la fábrica". Conmovida, la hizo pasar y empujó a Laura a la salita de recibir visitas.
Ni bien vio a la mujer, Laura supo que el marido perdería el trabajo. Se lo dijo sin rodeos. Una semana después se cumplió la predicción. Esto bastó para que unos días más tarde se formara una larga cola frente a la puerta de Doña María. "La chica te dice todo, lo bueno y lo malo", comentaban los vecinos, contentos de que por fin alguien se animara a aventurarles sus desgracias.
En un comienzo todo anduvo bien: Laura se sentaba en el sillón de pana verde que estaba en la esquina de la salita y sin escuchar los pedidos, siempre con su voz grave y masculina, hablaba sobre futuros ajenos. No lo notaron enseguida, pero con los días y cuando sus predicciones se habían convertido en un negocio bastante rentable para la familia, empezaron a darse cuenta de que Laura empequeñecía. Al principio imperceptiblemente. Pero una tarde su hermano descubrió que eran las predicciones. Cada vez que Laura lanzaba una predicción, se achicaba.
El sillón le empezó a quedar grande y su voz se debilitó, había que arrodillarse frente al sillón para poder escucharla. La gente se empujaba para llegar porque temor a que se muriera sin antes predecirles sus futuros. Eran tantos los clientes y los pedidos que Laura pasó a vivir en la salita y dejó de dormir para poder atender de día y de noche.
Una madrugada, un médico que había ido en busca de un consejo, al verla tan pequeña y encogida se apiadó de ella y no quiso escuchar su destino. Le tomó el pulso, que estaba tan lento que ni se percibía. Se adueñó de la situación, cargó a Laura en brazos y la sacó por la puerta trasera. Doña María intentó detenerlo pero no pudo.
Esa noche, por fin en una cama, Laura tuvo un sueño profundo donde murmuraba: "La serpiente devora mi angustia". Nadie escuchó sus palabras enigmáticas en la sala general del hospital. Pero como no dejaba de reptar, las enfermeras prefirieron atarla.
Los médicos le hicieron todos los análisis convencionales, estudiaron su sangre, miraron sus huesos a través de los rayos, investigaron cada órgano y no encontraron nada anormal. Pero como algo tenían que decir, diagnosticaron "depresión seguida de locura", y dispusieron internarla en un psiquiátrico y evitar las visitas.
Los días pasaron sin que se notara ningún cambio aparente en Laura. Una tarde abrió los ojos y con voz clara y firme le dijo a la enfermera: "Mañana, a la hora del té, voy a necesitar su ayuda". Acostumbrada a tratar con dementes, la enfermera no le prestó atención. Sin embargo, esa noche no pudo dormir y a la mañana siguiente le suplicó al doctor que la acompañara.
Con la cabeza colgando fuera de la cama, Laura vomitaba una boa inmensa que parecía no tener fin. Era gruesa y de colores pastosos. Desde la puerta la enfermera y el médico observaban aterrados la escena. Un camillero que pasaba por el corredor se asustó tanto que empezó a gritar. Pronto en la entrada del cuarto había una multitud de gente mirando cómo dos hombres intentaban atrapar a la serpiente y meterla dentro de una bolsa.
Al día siguiente todo el cuerpo médico del hospital se reunió en la sala en penumbra donde estaba la pecera con la serpiente. Contemplaban fascinados al animal que dormía enroscado en la base de la pecera convencidos de que la leyenda de la "lombriz solitaria" había cobrado vida.
Cuando Laura se despertó estaba agotada, pero la melancolía había desaparecido de su rostro. En el largo pasillo probó adivinar hacia dónde doblaría la enfermera y se equivocó. A la tarde pidió ver a su amiga la serpiente. Los médicos dudaron pero no encontraron motivos para impedírselo.
Durante un largo rato, y sin testigos, se quedó en esa sala oscura y sin ventanas mirando fijo a la serpiente. Sus ojos iban de uno al otro ojo del animal buscando una respuesta que no necesitaba. Al entenderlo, abandonó la sala y salió a la calle.
Nunca se supo si la serpiente se evaporó o escapó detrás de Laura. Ninguna de las dos volvió al barrio, lo que alimentó el mito que todavía algunas abuelas cuentan a sus nietos cuando se quejan del dolor de panza. Ya nadie lo asocia con el mal de amores.