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Un dólar igual un dólar


 Por Julio Nudler

t.gif (67 bytes) Para el país, es como encerrarse en una celda y tirar la llave. La dolarización, que Menem instaló como potente slogan desde el jueves, puede definirse con esa imagen carcelaria, que refleja un esfuerzo supremo por lograr que los demás crean que la Argentina no se escapará nunca más de las reglas. Es decir, que nunca volverá a emitir alegremente para cubrir el déficit fiscal. La dolarización es una posibilidad límite ya prevista en la Convertibilidad, aunque con una diferencia esencial: en ésta, la opción de dolarizar totalmente la economía está en manos del público. Si éste decide cambiar todos sus pesos por dólares, efectuar todas sus transacciones (incluyendo el pago y cobro de salarios) en dólares y constituir todos sus depósitos en esa misma moneda, habrá consumado la dolarización absoluta. Diferente es que ésta sea decidida por el Gobierno, que de buenas a primeras imponga el canje de billetes y renomine los depósitos, además de disponer la conversión de todas las obligaciones, los salarios y cualquier otra magnitud.
Instintivamente, Menem sabe que mentar la dolarización en momentos de crisis obra como una vacuna contra el peligro de un contagio especulativo. Empezó a hablar de ella anteayer, cuando en Brasil el real estaba bajo ataque. La idea equivale a un compromiso definitivo con el rigor monetario. El truco lo aprendió de Domingo Cavallo, quien sofocó el primer asalto de los mercados contra la Convertibilidad, en noviembre de 1992, doblando la apuesta. Bastó que el cordobés tomara medidas que facilitaban aún más la conversión de pesos en dólares para que los asaltantes se batieran en retirada.
Tantos años después, más difícil que imaginar cómo hacer la dolarización es explicar para qué serviría. Lo que parece molestar a Menem es la diferencia de tasas: por qué un crédito en pesos es más caro que uno en dólares. La brecha mide la desconfianza en la paridad del peso, lo que en un régimen de tipo de cambio fijo como el argentino implica cierto grado de sospecha acerca de la voluntad política o la capacidad económica de sostener el 1 a 1. Aunque el país asume desde hace casi ocho años los costos de someterse a una dura disciplina monetaria y cambiaria, no consigue disfrutar de ventajas simétricas. Por tanto, es razonable que alguien se pregunte cuál es el sentido de insistir con el peso si el mundo no nos cree.
En realidad, la brecha de tasas entre pesos y dólares se angosta o ensancha según sea la coyuntura de los mercados financieros. Hubo tiempos en que la distancia llegó a ser muy corta. Pero lo mismo sucede con las tasas en dólares que debe pagar el país, o las empresas locales, cuando colocan deuda en esa moneda. Ni ahora, ni luego de una total dolarización, la Argentina pagará tasas iguales a las que paga Estados Unidos, así como Italia tiene que seguir pagando más que Alemania pese a compartir la misma moneda, el euro. La diferencia de tasas mide el riesgo país.
Internamente, quien toma un crédito hipotecario en dólares, pudiendo en cambio endeudarse en pesos a una tasa más baja, acepta el sobrecosto porque cobra su sueldo en pesos y prefiere calzar sus obligaciones con sus ingresos, que estén en la misma moneda. Si la economía se dolarizara, ese descalce desaparecería. Todo se transaría en dólares. Esto mismo también vale para las multinacionales y los fondos de inversión del exterior. Cuando Telecom trae dólares para invertir en una central, o Soros compra una estancia en la Patagonia, además del riesgo país asumen el riesgo cambiario, porque Telecom cobra sus servicios en pesos, y porque en caso de una devaluación del peso caería el valor en dólares de la tierra. También en estos casos la dolarización despejaría el riesgo cambiario, que es una parte de la ecuación de cualquier proyecto.
La decisión de dolarizar implicaría el canje total de pesos por dólares, con lo que el Banco Central le entregaría sus reservas al público. En el régimen actual éstas son intocables, porque son la garantía de la Convertibilidad. Sin embargo, pueden imaginarse situaciones extremas enlas que el país necesite echar mano de ellas para otros fines. Por ejemplo, si sufriera una invasión. En tal caso, las reservas servirían para comprar armas. La posibilidad suena hoy descabellada, pero ningún país renuncia alegremente a contar con una masa de recursos a utilizar en circunstancias graves.
En términos económicos, la dolarización liquidaría prácticamente los ya estrechos márgenes de política monetaria existentes. Aunque la Convertibilidad impide emitir, salvo contra el ingreso de dólares, el Banco Central puede mover los encajes de los bancos, endureciendo o ablandando las condiciones crediticias. Por lo demás, la Ley de Convertibilidad exige que, como mínimo, el 70 por ciento de las reservas sea de libre disponibilidad, lo que significa que el 30 por ciento restante puede estar constituido por títulos públicos, colocados allí por Hacienda a cambio de plata. Ese margen, que en estos años sólo fue aprovechado parcialmente, desaparecería. De hecho, lo único que quedaría en pie del BCRA sería la Superintendencia de Entidades Financieras, y tal vez otro organismo que maneje una limitada masa de recursos para regular la liquidez del sistema financiero y achatar sus ciclos dentro del año, ya que la estacionalidad de la demanda de dinero no coincide en la Argentina con la de Estados Unidos.
Además de perder incluso la escasa flexibilidad de que hoy disfruta la política monetaria, la Argentina renunciaría con la dolarización a la posibilidad de replantearse en el futuro la sujeción de su moneda al dólar. Desde hace años se baraja, a manera de ejercicio intelectual, la posibilidad de ligar el peso a una cesta de monedas, y últimamente reforzó la idea el nacimiento del euro. Obviamente, estas alternativas no son tomadas en cuenta por quienes ven al país como miembro de un bloque económico y comercial encabezado por Estados Unidos.
Esta es, precisamente, la otra lectura posible para la iniciativa de Menem. Viendo la implantación de una moneda única en la Unión Europea, se generalizó la impresión de que el mundo camina hacia una concentración en cuatro o cinco signos monetarios. En ese escenario, a América le correspondería el dólar, y es probable que Menem no quiera desperdiciar la oportunidad de aparecer como el estadista que primero lanzó la idea. De paso, esto aspira a agregarle presión a Brasil para que eche por la borda su soberanía monetaria y se encolumne con los pupilos de Washington.
Sin embargo, en la realidad la conformación de una unión aduanera continental es apenas un objetivo de futuro incierto. Más concreta es la necesidad de acotar la actual divergencia en la política económica de los dos mayores socios del Mercosur. Siguiendo con el peso a paridad fija, o cambiándolo por el dólar, la Argentina tendrá el mismo problema actual: cómo evitar que el déficit comercial y el agujero estructural que tiene en el balance de servicios limiten sus posibilidades de crecimiento.
Dolarizar no soluciona nada de esto, mientras tira por la ventana todo el esfuerzo volcado después de la hiperinflación para recomponer la confianza en el peso. Es como si ahora Menem dijera que todo ese empeño fue absurdo, y que más hubiera valido adoptar el dólar como moneda nacional en 1990.

 

 

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