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El pub es al mundo anglo lo que el café es al latino: el lugar de reunión, la institución pública más frecuentada y placentera, una vidriera de manías y costumbres nacionales. George Orwell, sin exagerar ni ruborizarse, escribió que el pub es la base de la democracia inglesa, el foro en que nació la libertad de expresión, el rincón igualitario donde las clases se encuentran. Es fácil comprobar que el maestro inglés tenía razón. Por ejemplo, en el barrio ambiguo, ni rico ni pobre, cerca de Saint Patrick's en Dublín. En una esquina hay un pub victoriano, una joyita raída de maderas oscuras, lámparas de bronce y ventanas avitraladas. Cualquier domingo, los irlandeses están viendo el partido, atornillados a sus vasos. Los hay obviamente obreros, los hay evidentemente acomodados, los hay jóvenes y desocupados. Todos paran en el mismo boliche, con sus mujeres: seda, tweeds, lana berreta, nylon y, más importante para ellos, acentos educados y acentos que raspan. Es el único lugar en que estos irlandeses tan distintos se hablan y se miran las caras. En Argentina, habría que hacer la sociología del feca para encontrar un equivalente. El pub entre nosotros es o una novedad, o una nostalgia de los abuelos. Los hijos y nietos de británicos (galeses, escoceses, ingleses, irlandeses) escuchábamos los cuentos de cerveza negra, de música y peleas, de apuestas y borracheras que, medio siglo después y en la otra punta del mundo, todavía se recordaban con admiración. Algún rincón, como el Downtown Matías, daba una idea pálida de lo que era un pub. Pero había que irse a un país de habla inglesa para entender y aprender. Ahí sí que había cervezas sueltas y oscuras, servidas apenas frescas. Había banderas irlandesas o, peor, las verdes fenianas y revolucionarias. Había cordero en cazuela, canciones, cantidades de alcohol chocantes para un argentino. Y había que aprender a moverse. Al contrario del café, un buen pub parece un living donde hay que caminar, donde se habla con desconocidos, se va de la barra a la mesa, donde se compra un trago a un desconocido y se recibe otro. Los nuevos pubs porteños trajeron este mundo y las harpas de Guinness a este lado de Ezeiza. Los gringos tienen dónde reunirse; los argentinos tenemos dónde aprender algo nuevo. La ciudad está un poquito más cosmopolita, lo que es su verdadera vocación oculta. ¿Qué más se puede pedir? ¡Slauntcha! ¿Salud! Y que sigan las vueltas.
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