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El argentimedio

Por José Pablo Feinmann

t.gif (67 bytes)  Cuando yo era chico Brasil quedaba lejos. Era el calor, la alegría, los cuerpos oscuros y brillosos, los altos edificios de Río, las palmeras, la alegría inmediata, fácil. Era, también, mi mamá. Mi vieja es brasileña. No sólo eso; tiene, incluso, el apellido del azaroso navegante que descubrió Brasil: se llama De Albuquerque. Algunos buenos amigos suelen gastarme una broma que acepto y festejo: sugieren que cambie mi nombre por el de mi vieja. Sugieren que firme Pablo de Albuquerque y me dedique a escribir culebrones. Sugieren que, por fin, ganaría buen dinero y fama estridente y fácil. Es posible que no se equivoquen. Pero el costo sería muy alto: sería ser brasileño y estar en medio de la vorágine que hoy sacude al mundo de la economía globalizada. Sin embargo hoy, ese costo lo estamos pagando todos. Ya no hay centro ni periferia en estas cuestiones. Porque Brasil ya no queda lejos. Palpita en el centro de la Argentina, en la angustia contenida, sorda, impetuosa del argentimedio.
El argentimedio es hijo dilecto e impecable de la convertibilidad. Vive por y para la convertibilidad. Tiene auto, casa, televisor de 30 pulgadas, freezer con descongelamiento automático, CDs, tarjetas de crédito, todo. Le guste o no, es fruto de la economía menemista, de la economía que impulsó un tipo al que detesta, el inefable Carlos Menem. De pronto, todo tiembla. ¡Brasil devaluó! Y no queda lejos. Y ellos también decían: “A nosotros no nos va a pasar”. Y decían: “el efecto Tequila no nos arruinó la vida. Nuestra economía es fuerte. No nos van a dejar hundir”. Decían todas las cosas que ahora, durante estos agitados días, dice el argentimedio. Sin embargo, les pasó.
Una de las primeras defensas del argentimedio es no leer los diarios. “Ni quiero enterarme”, dice. “Leo la primera plana y listo, después salto a deportes o espectáculos.” “¿Total para qué? ¿Vas a cambiar algo?” Sin embargo, sordamente, el argentimedio sabe que están ocurriendo cosas terribles en las páginas dos y tres y cuatro de los diarios. Sabe, también, que no enterarse es peor. Que no enterarse genera angustia. Que la angustia corroe el alma y las arterias. Y que el gran enemigo del argentimedio –el infarto de miocradio– acecha. Porque es así: el argentimedio no se muere de cáncer, se muere del corazón. Lo mata el efecto Tequila. O el efecto banana. Lo mata la certeza de saber que todo lo que tiene es momentáneo. Que puede esfumarse, volatilizarse en cualquier momento. Que basta un golpe de mercado, un capricho de las bolsas, de los vaivenes del capital financiero, para perderlo todo.
Y entonces llega la humillación. La humillación es añadirle al miedo la certeza –nunca confesada públicamente– de que él, el argentimedio, no confía en la Alianza para salir de estos trámites caóticos, no confía en De la Rúa, ese hombre pulcro y aburrido, de escasa energía y escaso margen de gobernabilidad. El argentimedio confía en Menem, en el menemismo, que fue quien creó la convertibilidad y quien mejor sabrá defenderla. “El turco nos hizo zafar del efecto Tequila.” “Yo no lo aguanto más, pero, qué joder, sabe gobernar.” “Tiene a los banqueros con él. Si sube la Alianza vuelve la inflación.” Y, así, el argentimedio (concepto similar, equivalente al de argentimiedo) accede al último círculo de la humillación: creer que todo lo que tiene lo tiene por Menem y creer que sólo Menem (el detestado, burdo, farandulesco pero necesario Menem) podrá salvárselo.

 

 

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