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Por Julio Nudler![]() La dolorosa transición brasileña puede representar también el pasaje de una forma de corrupción a otra, como ocurrió en el caso argentino entre la era Alfonsín y la era Menem. Las siderales tasas de interés pagadas por el Estado brasileño a los financistas, poniéndoles en los bolsillos el equivalente a 100.000 millones de dólares anuales, son una forma extrema y absurda de corrupción e inequidad. A esta cuenta pueden sumarse las ganancias regaladas a operadores amigos mediante el arbitrio de anticiparles ciertas decisiones. Por este camino, Brasil marchaba de la inflación cero a la hiperinflación, porque en algún momento iba a quebrar el Estado, como capotó el Estado argentino en 1989. Todavía no puede descartarse un desenlace parecido, si el gobierno sigue pagando lo que quiere el mercado o si decide cancelar su deuda imprimiendo reales. Pero, más pronto o más tarde, se impondrá un programa ortodoxo, que probablemente se parezca en más de un punto al plan maestro diseñado por los grandes amos. Allí aparecerá el peligro de la otra corrupción, la de la cometa y el retorno en las privatizaciones, que la cátedra contemplará con indulgencia, porque, al fin de cuentas, el alumno está haciendo los deberes. En cada oleada de corrupción, la sociedad sacrifica nivel de vida y seguridad económica, que se alojan en el secreto de las cuentas numeradas de los operadores políticos y financieros, y de los complejos estados contables de las corporaciones. Sin ese ruido en la línea cuesta entender que países como Brasil y Argentina, después de tanto esfuerzo colectivo, tanto plan iluminado y tanto liderazgo reelecto, sigan temblando como funámbulos cada vez que alguien les mueve la cuerda con un estornudo.
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