Por Juan
Sasturain
El
boxeo no hablamos del podrido mundo del boxeo ni de algún boxeador o
una patética serie de ellos sino del hecho casi
abstracto de boxear funda con su mera existencia una paradoja. Por una parte,
alevosa, el boxeo es el más elemental, el menos elaborado y mediatizado artificialmente
de los deportes porque en él la confrontación se muestra en estado puro, sin metáforas:
el boxeo, vencer, derrotar, es exactamente eso, es destruir al otro (no hacerle goles ni
ponerlo de espaldas ni correr más rápido). En ese aspecto es la lucha simple,
necesariamente violenta, si se (mal) quiere salvaje y brutal, más primitiva. Pero por
otra parte ahí es donde precisamente el boxeo revela su genuina y equívoca grandeza, su
mayor grado de abstracción, de cultura: en su maravillosa convencionalidad.
Esos hombres que se prodigan trompadas, ponen los puños pero ponen también la cara y se
pegan hasta derribarse, lo hacen por juego, gratuitamente (la guita es otra cosa, tiene
que ver con el trabajo profesional) en el sentido de que no tienen motivo
personal para fajarse y lo hacen por el mero, atávico hecho de medirse. Y ponen el cuerpo
en eso. Ese es el dato. El cuerpo con el Yo, el Super Yo y el Ello en el rincón y en el
ring, se entregan desnudos a confrontar, solos, contra otro, un igual. Ahí no hay donde
esconderse Te sacan el banquito y te quedás solo con un tipo que está ahí
sólo para cagarte a trompadas... decía Bonavena y después del
segundos afuera sólo restan dos hombres tratando de averiguar si lo pueden al
otro y sobre todo si se pueden a sí mismos: comprobar si son valientes... Y
eso los une, los coloca en un lugar diferente del de todos los otros que no están ahí,
los segundos de cada uno, los empresarios de cada uno, el público de cada uno. Ellos son
diferentes; y se reconocen como tales.
Es sintomático: pese a las chicanas, los desplantes previos, no hay ningún deporte en
que los rivales se abracen con tanta espontaneidad, una vez que han terminado de
contender, como el boxeo. Detrás de la última piña suele llegar el abrazo, y esos
rostros malheridos, partidos, con los labios entorpecidos de protectores bucales y ojos
sombríos de hematomas se buscan para besarse, se tocan torpemente con los guantes
puestos. En fin... Todo el tardío divague a propósito del combate del sábado.
La de Tyson-Botha fue una pelea bárbara. En todos los sentidos. Arquetípica de lo que es
el boxeo paradójicamente en estado puro, si cabe a esta altura de la soirée y del
negocio. Como si por el absurdo todo hubiera recuperado una primitiva elementalidad:
Tyson-Botha fue una película con personajes y todo: el héroe negro malo pero
conflictuado y un ropero blanco, sudafricano de manual para más datos con apellido
racista, casi un adversario para Popeye. Podía ser el guión de un Rocky mil, con guión
round por round y golpes de efecto y de verdad. Pero al mismo tiempo la pelea fue la
primera pelea de la historia, tuvo la espontaneidad de un documental callejero. De ahí la
tensión, el interés humano, el grado de compromiso afectivo/sentimental para
unos o de curiosidad psicosociológica para otros que involucró a todo el mundo durante
algo menos de quince minutos de piñas y tanto más. Fue notable. Y de todo lo ya visto y
bien comentado al lado de la pelea en sí, me quedo con un alevoso detalle: el final en
dos actos. Uno, Tyson que después de su único golpe neto y letal sale despedido hacia el
lugar donde se ha derrumbado el terrible ropero y se inclina a cuidarlo... Otro, después:
la vocecita casi chillona, casi de otro del terrible negrazo pidiendo que no lo juzguen,
que lo quieran un poco, bah. Qué bárbaro.
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