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¡QUÉ BARBARO!

Por Juan Sasturain

t.gif (862 bytes) El boxeo –no hablamos del podrido “mundo del boxeo” ni de algún boxeador o una patéticana28fo01.jpg (14831 bytes) serie de ellos sino del hecho casi abstracto de boxear– funda con su mera existencia una paradoja. Por una parte, alevosa, el boxeo es el más elemental, el menos elaborado y mediatizado artificialmente de los deportes porque en él la confrontación se muestra en estado puro, sin metáforas: el boxeo, vencer, derrotar, es exactamente eso, es destruir al otro (no hacerle goles ni ponerlo de espaldas ni correr más rápido). En ese aspecto es la lucha simple, necesariamente violenta, si se (mal) quiere salvaje y brutal, más primitiva. Pero por otra parte ahí es donde precisamente el boxeo revela su genuina y equívoca grandeza, su mayor grado de abstracción, de “cultura”: en su maravillosa convencionalidad. Esos hombres que se prodigan trompadas, ponen los puños pero ponen también la cara y se pegan hasta derribarse, lo hacen por juego, gratuitamente (la guita es otra cosa, tiene que ver con el trabajo profesional) en el sentido de que “no tienen motivo” personal para fajarse y lo hacen por el mero, atávico hecho de medirse. Y ponen el cuerpo en eso. Ese es el dato. El cuerpo con el Yo, el Super Yo y el Ello en el rincón y en el ring, se entregan desnudos a confrontar, solos, contra otro, un igual. Ahí no hay donde esconderse –”Te sacan el banquito y te quedás solo con un tipo que está ahí sólo para cagarte a trompadas...” decía Bonavena– y después del “segundos afuera” sólo restan dos hombres tratando de averiguar si lo pueden al otro y –sobre todo– si se pueden a sí mismos: comprobar si son valientes... Y eso los une, los coloca en un lugar diferente del de todos los otros que no están ahí, los segundos de cada uno, los empresarios de cada uno, el público de cada uno. Ellos son diferentes; y se reconocen como tales.
Es sintomático: pese a las chicanas, los desplantes previos, no hay ningún deporte en que los rivales se abracen con tanta espontaneidad, una vez que han terminado de contender, como el boxeo. Detrás de la última piña suele llegar el abrazo, y esos rostros malheridos, partidos, con los labios entorpecidos de protectores bucales y ojos sombríos de hematomas se buscan para besarse, se tocan torpemente con los guantes puestos. En fin... Todo el tardío divague a propósito del combate del sábado.
La de Tyson-Botha fue una pelea bárbara. En todos los sentidos. Arquetípica de lo que es el boxeo paradójicamente en estado puro, si cabe a esta altura de la soirée y del negocio. Como si por el absurdo todo hubiera recuperado una primitiva elementalidad: Tyson-Botha fue una película con personajes y todo: el héroe negro malo pero conflictuado y un ropero blanco, sudafricano de manual para más datos con apellido racista, casi un adversario para Popeye. Podía ser el guión de un Rocky mil, con guión round por round y golpes de efecto y de verdad. Pero al mismo tiempo la pelea fue la primera pelea de la historia, tuvo la espontaneidad de un documental callejero. De ahí la tensión, el “interés humano”, el grado de compromiso afectivo/sentimental para unos o de curiosidad psicosociológica para otros que involucró a todo el mundo durante algo menos de quince minutos de piñas y tanto más. Fue notable. Y de todo lo ya visto y bien comentado al lado de la pelea en sí, me quedo con un alevoso detalle: el final en dos actos. Uno, Tyson que después de su único golpe neto y letal sale despedido hacia el lugar donde se ha derrumbado el terrible ropero y se inclina a cuidarlo... Otro, después: la vocecita casi chillona, casi de otro del terrible negrazo pidiendo que no lo juzguen, que lo quieran un poco, bah. Qué bárbaro.

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