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OPINION

Ser grande es hermoso

Por James Neilson


t.gif (67 bytes)  A los políticos les encanta pensar en grande. Cuando Perón parloteaba sobre la “unidad latinoamericana”, lo que le fascinaba no eran los hipotéticos beneficios para los argentinos de subordinarse a un eventual gobierno continental, sino lo maravilloso que sería poder regir los destinos de varios centenares de millones de personas. A juzgar por sus reacciones frente a la debacle brasileña, la misma megalomanía se ha apoderado de las mentes de muchos radicales y frepasistas. Según ellos, lejos de intentar alejarse del desastre, la Argentina debería acercarse aún más. En palabras de uno: “Todo lo que se haga debe ser para fortalecer el Mercosur. La Argentina sólo tiene destino con Brasil”.
¿En verdad? Si es así, se trata de una pésima noticia para la mitad de la población que vive en la miseria. Cuando un país chico se “integra” con otro de dimensiones físicas decididamente mayores, éste terminará imponiendo sus normas, y el Brasil es el país más inequitativo del planeta. Además, sería un auténtico milagro que el desbarajuste financiero actual no ampliara todavía más el foso que separa a la minoría próspera de la mayoría famélica. En períodos de confusión, cuando los ajustes se hacen impostergables, los más perjudicados son siempre los más débiles. Los industriales paulistas saben defenderse y, encolumnados tras el lema de que “lo que es bueno para nosotros es bueno para el Brasil” saldrán robustecidos; en cuanto a los demás, su papel es subvencionarlos.
Para cierta elite argentina, el atractivo del Mercosur, este remedo improvisado de la Unión Europea, tiene menos que ver con las presuntas ventajas económicas de incorporarse al Brasil que con su obsesión, que en el fondo es escapista, por el tamaño. Da por descontado que un “mercado” de más de doscientos millones de “consumidores” –antes se hubieran extasiado imaginando cuántos soldados tendría un ejército mercosureño–, es de por sí mejor que otro de 35 millones y que por lo tanto los países pequeños no tienen destino. Pobres los suizos, noruegos, islandeses, israelíes, taiwaneses, singapurenses y otros que aún no han entendido esta verdad. En lugar de sumarse al coloso más próximo, siguen aferrándose a la ilusión de que si un pueblo de dimensiones demográficas modestas se concentra en intentar solucionar sus propios problemas económicos le irá mejor que si transfiere sus responsabilidades a una suerte de superestado con pretensiones tan altas que sus dirigentes no se dignen prestar atención a cosas minúsculas como la miseria de algunos millones cuya función se limita, en última instancia, a hacer número.

 

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