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DESPOSORIO

Por Antonio Dal Masetto

t.gif (862 bytes) Por quinta vez soy testigo de casamiento de Aída y Enrico. Conozco bien el patio de esta casa y el jardincito al fondo. El ciruelo lo plantó Aída el día del primer casamiento. “Es la mujer que soñé desde chiquito”, me dijo en esa oportunidad Enrico. Ella tenía 16 y él 21. Vino el cura de la parroquia y los casó acá mismo. De aquel gran amor nació Carlitos, el mismo que ahora está parado junto a la puerta de la cocina, con su mujer y su hijo en brazos.
Se me acerca la madre de Aída y me pide un pañuelo para secarse las lágrimas: “Siempre le dije a mi hija que no se metiera con ese tipo que es un inconstante”. En cada una de las ceremonias anteriores anduvo pidiendo pañuelos.
También el rosal lo plantó Aída. Fue en el segundo casamiento. El primero había durado cincona28fo01.jpg (13993 bytes) años y el divorcio que le siguió, dos. Esta vez tuvieron que recurrir a un sacerdote de la Iglesia Anglicana. Aída, siempre de blanco, acababa de cumplir los 23 y era un sol. “Estoy enamoradísimo”, me dijo Enrico. De aquel segundo gran amor nació Lucía, que ya tiene dieciséis inquietantes años y anda estropeando varones. Acaba de tomarme del brazo y frotándose como un gatito me dice: “Tío, ¿con quién vas a bailar primero?”. “La primera pieza siempre con tu madre”, le contesto.
Doy una vuelta y me paro bajo la glicina, plantada también por Aída, en el tercer matrimonio, después de seis años de felicidad y un divorcio que se prolongó por dieciocho meses. Los casó un cura maronita. “¿Viste qué hermosa está? Me vuelve loco”, me dijo Enrico ese día. Durante el tercer gran amor construyeron tres habitaciones arriba, para los chicos. Enrico renunció al Banco e instaló un criadero de conejos de angora. Nació Luciano.
Se me acerca el abuelo Toni. “A mí me gustan más cuando están separados –me dice–, se casan y se vuelven amarretes”. “Es lindo ver a la gente casarse –le digo–, ¿usted cuándo se decide?”. “Nunca. Los anarquistas no nos casamos, no aceptamos ni dios ni amo.”
Al tercer casamiento le siguieron dos años de armonía y una separación que los alejó el tiempo justo para divorciarse y volverse a casar. Enrico me dijo: “Estoy metido como un caballo”. En esa oportunidad vino un padrecito de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Enrico dejó de fumar. Aída plantó el duraznero. Nacieron Bruno y Carla, mellizos. Los mismos que ahora me tironean del pantalón: “Tío, no queremos más hermanitos”. Intento argumentar que las familias grandes son divertidas. “No queremos más chicos en la casa.” “Está bien –digo–, veré qué puedo hacer.”
Doy una vuelta por el jardín: ciruelo, rosal, glicina, duraznero. ¿Qué plantará Aída esta vez? Enrico pasa rápido a mi lado: “¿La viste? Se tiñó el pelo, sabe que me rechifla verla pelirroja”. Saludo al primo Anselmo,abogado, que se encargó de todos los divorcios. Está gordo como siempre, me guiña el ojo, devora cuanto se le cruza por delante, es la primera persona que he visto comer ravioles empujándolos con porciones de muzzarella. El loro, tratando de dar con el tono, canta: “Yo quiero ser torero”. Dos vecinas murmuran: “Estos dos se siguen casando entre ellos porque no enganchan a nadie más”. “Se casan de apuro, ella está de cinco meses.”
Llegan los encargados de la ceremonia: Esta vez son monjes budistas. Colocan la estatua dorada de un Buda sobre un altar, bajo un toldito anaranjado. Encienden velas. Alguien apaga el aparato de música y unos golpes de gong reemplazan el aria de Verdi. Uno de los monjes entrechoca dos trozos de bambú. El aire huele a incienso. Aparece la novia. Está realmente hermosa con su cabellera roja y el vaporoso vestido blanco. “El embarazo ni se le nota”, dice una de las vecinas.
Cruzo el patio y me coloco al lado de la novia. Confieso que estoy bastante emocionado. No me pasó lo mismo esta mañana, en el Registro Civil. Enrico espera junto a la abuela Ada. Un nuevo golpe de gong y comenzamos a avanzar. “Vamos todavía”, grita Carlos, el hijo mayor. De pronto comienzan a caer algunas gotas. “Es lluvia de bendición.” Detenemos la marcha unos segundos y dejamos que la lluvia nos moje la cara. Aída sonríe. Enrico sonríe. El Buda sonríe. Todos sonríen. “Vivan los novios”, gritan los chicos asomados al tapial de la casa vecina.

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