Por quinta vez soy testigo de casamiento de Aída y Enrico.
Conozco bien el patio de esta casa y el jardincito al fondo. El ciruelo lo plantó Aída
el día del primer casamiento. Es la mujer que soñé desde chiquito, me dijo
en esa oportunidad Enrico. Ella tenía 16 y él 21. Vino el cura de la parroquia y los
casó acá mismo. De aquel gran amor nació Carlitos, el mismo que ahora está parado
junto a la puerta de la cocina, con su mujer y su hijo en brazos.
Se me acerca la madre de Aída y me pide un pañuelo para secarse las lágrimas:
Siempre le dije a mi hija que no se metiera con ese tipo que es un
inconstante. En cada una de las ceremonias anteriores anduvo pidiendo pañuelos.
También el rosal lo plantó Aída. Fue en el segundo casamiento. El primero había durado
cinco años y el divorcio que le siguió, dos. Esta vez tuvieron que recurrir a
un sacerdote de la Iglesia Anglicana. Aída, siempre de blanco, acababa de cumplir los 23
y era un sol. Estoy enamoradísimo, me dijo Enrico. De aquel segundo gran amor
nació Lucía, que ya tiene dieciséis inquietantes años y anda estropeando varones.
Acaba de tomarme del brazo y frotándose como un gatito me dice: Tío, ¿con quién
vas a bailar primero?. La primera pieza siempre con tu madre, le
contesto.
Doy una vuelta y me paro bajo la glicina, plantada también por Aída, en el tercer
matrimonio, después de seis años de felicidad y un divorcio que se prolongó por
dieciocho meses. Los casó un cura maronita. ¿Viste qué hermosa está? Me vuelve
loco, me dijo Enrico ese día. Durante el tercer gran amor construyeron tres
habitaciones arriba, para los chicos. Enrico renunció al Banco e instaló un criadero de
conejos de angora. Nació Luciano.
Se me acerca el abuelo Toni. A mí me gustan más cuando están separados me
dice, se casan y se vuelven amarretes. Es lindo ver a la gente casarse
le digo, ¿usted cuándo se decide?. Nunca. Los anarquistas no nos
casamos, no aceptamos ni dios ni amo.
Al tercer casamiento le siguieron dos años de armonía y una separación que los alejó
el tiempo justo para divorciarse y volverse a casar. Enrico me dijo: Estoy metido
como un caballo. En esa oportunidad vino un padrecito de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Enrico dejó de fumar. Aída plantó el duraznero. Nacieron Bruno y Carla, mellizos. Los
mismos que ahora me tironean del pantalón: Tío, no queremos más hermanitos.
Intento argumentar que las familias grandes son divertidas. No queremos más chicos
en la casa. Está bien digo, veré qué puedo hacer.
Doy una vuelta por el jardín: ciruelo, rosal, glicina, duraznero. ¿Qué plantará Aída
esta vez? Enrico pasa rápido a mi lado: ¿La viste? Se tiñó el pelo, sabe que me
rechifla verla pelirroja. Saludo al primo Anselmo,abogado, que se encargó de todos
los divorcios. Está gordo como siempre, me guiña el ojo, devora cuanto se le cruza por
delante, es la primera persona que he visto comer ravioles empujándolos con porciones de
muzzarella. El loro, tratando de dar con el tono, canta: Yo quiero ser torero.
Dos vecinas murmuran: Estos dos se siguen casando entre ellos porque no enganchan a
nadie más. Se casan de apuro, ella está de cinco meses.
Llegan los encargados de la ceremonia: Esta vez son monjes budistas. Colocan la estatua
dorada de un Buda sobre un altar, bajo un toldito anaranjado. Encienden velas. Alguien
apaga el aparato de música y unos golpes de gong reemplazan el aria de Verdi. Uno de los
monjes entrechoca dos trozos de bambú. El aire huele a incienso. Aparece la novia. Está
realmente hermosa con su cabellera roja y el vaporoso vestido blanco. El embarazo ni
se le nota, dice una de las vecinas.
Cruzo el patio y me coloco al lado de la novia. Confieso que estoy bastante emocionado. No
me pasó lo mismo esta mañana, en el Registro Civil. Enrico espera junto a la abuela Ada.
Un nuevo golpe de gong y comenzamos a avanzar. Vamos todavía, grita Carlos,
el hijo mayor. De pronto comienzan a caer algunas gotas. Es lluvia de
bendición. Detenemos la marcha unos segundos y dejamos que la lluvia nos moje la
cara. Aída sonríe. Enrico sonríe. El Buda sonríe. Todos sonríen. Vivan los
novios, gritan los chicos asomados al tapial de la casa vecina.
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