La
orden de incineración de toda documentación relacionada con la lucha contra la
subversión impartida por el teniente general retirado (Cristino) Nicolaides el 22 de
noviembre de 1983 ha venido a frustrar la posibilidad de dar las respuestas que la
sociedad reclama, porque pareciera que intencionalmente se dispuso borrar todo vestigio y
antecedente de lo actuado en la lucha contra la subversión. Después de más de
nueve horas de reunión a puertas cerradas, los altos mandos del Ejército sacaron un
meditado comunicado para refutar el testimonio del último jefe de la fuerza durante la
dictadura, quien había asegurado que el general Martín Balza tendría que
responder acabadamente por la existencia de esa documentación. El Ejército
ratifica que no dispone de ningún archivo relacionado con la lucha contra la
subversión, insistieron los generales en línea con lo que viene repitiendo Balza y
convocaron a todo miembro de la fuerza a informar si tiene listas o datos
sobre la represión.
El miércoles pasado, en su declaración ante el juez Adolfo Bagnasco, quien lleva
adelante la causa por el robo de bebés, Nicolaides recordó que él había dado la orden
de destruir la documentación existente sobre la lucha contra la subversión y aseguró
que las actas de incineración deben estar archivadas en el comando de cada
fuerza. El abogado defensor del represor, Alejandro Zeberín, fue más allá y en
diversas declaraciones radiales abundó en que la primera parte de la orden
(impartida por Nicolaides) fue la destrucción de la documentación dispersa que había en
toda la Argentina, en policías, en cuarteles. La segunda parte fue que debían
confeccionarse las actas respecto de la incineración. Quiere decir que se labraron de
acuerdo con los reglamentos militares y que deben reflejar el material que se
destruyó.
La confesión de Nicolaides, acusado de la masacre de Margarita Belén, Chaco, en la que
fueron asesinados 22 militantes de la Juventud Peronista, generó escozor en las filas del
Ejército. El malestar se reflejó en la convocatoria a la reunión en el Comando de
Institutos de Campo de Mayo. Desde 1986, el Ejército reitera que no existen tales
antecedentes. Para superar esta situación, desde 1994, ha pedido la contribución de todo
aquel personal de la institución que supiera de listados o pudiera reconstruirlos a
través de su memoria, para proceder posteriormente a su difusión, remarca el
comunicado titulado El Ejército argentino rechaza afirmaciones de Nicolaides.
Balza interrumpió sus vacaciones en Mar del Plata y acudieron a la cita los generales
Aníbal Laiño, Juan Carlos Mugnolo, Ernesto Bossi, Ricardo Brinzoni, Eduardo Cabanillas,
Juan Manuel Llavar, Horacio Mauro y Alfredo Rolando. El único ausente fue Ricardo
Brinzoni. El año pasado, los altos mandos también se reunieron de urgencia para defender
institucionalmente a la fuerza de las acusaciones por la venta ilegal de armas a Croacia y
Ecuador. Balza tiene pendiente una citación a declaración indagatoria por esa
investigación.
La cúpula del Ejército califica como inaceptables las declaraciones
atribuidas a Nicolaides y a su defensor en el sentido de que la orden de
incineración obedeció a que la lucha contra la subversión había terminado y se
buscó recopilar e inventariar la documentación que se encontraba dispersa, en definitiva
sistematizar archivos. El destruir todo tipo de antecedentes no constituye
precisamente la forma de organizar archivos. Asumimos la parte de la
responsabilidad de los errores de la lucha fratricida entre argentinos, que aún hoy nos
conmueve. No nos importa que otros no asuman sus errores. Quienes vestimos uniforme
tuvimos responsabilidades institucionales que no las tuvo el subversivo terrorista,
concluye el texto que invoca la verdad, la paz y la reconciliación.
HISTORIAS DEL ULTIMO JEFE DEL EJERCITO DE LA
DICTADURA
Del escobero a la junta militar
Por José Luis DAndrea Mohr *
1962. Setiembre. Los
colorados habían perdido frente a los azules. La Escuela de
Tropas Aerotransportadas (ETA), única unidad de paracaidistas de las Fuerzas Armadas de
entonces, regresó a su asiento en Córdoba. De allí habían salido por orden del
presidente José María Guido con la misión de saltar sobre Campo de Mayo y lograr la
rendición del rebelde general Juan Carlos Onganía. No saltaron porque la Fuerza Aérea
se dio vuelta, Guido también y, por lo tanto, pasaron a ser colorados
rebeldes y viajaron en ferrocarril.
Ganó Onganía y los paracaidistas ferrotransportados regresaron sin rendirse, después de
una semana sin combatir más que contra unos aviones que los atacaron en plena marcha
sobre colectivos y camiones incautados.
La primera sanción contra la ETA fue relevarle los jefes. La segunda consistió en el
nombramiento de los reemplazantes: el teniente coronel Hugo Omar Elizalde, paracaidista de
Infantería y el mayor Cristino Nicolaides, no paracaidista del arma de Ingenieros. El
primero un no muy querido oficial por los paracaidistas; pero no podía considerárselo
demasiado dañino. En cambio, el segundo, Nicolaides, era desconocido, sumamente
desagradable, algo gordito y perfectamente dañino. Se dedicó a diversas tareas de su
especialidad como llenar los calabozos de soldados y llenar los legajos de oficiales y
suboficiales de días de arresto por el largo del pelo y otras cuestiones de similar
importancia bélica. Además se le ocurrió ordenar que a la hora de cenar los oficiales
se presentaran con saco y corbata en el comedor del Casino. Esta orden provocó que la
veintena de solteros concurriera a comer ataviados con shorts y remeras y colocara las
mesas y sillas en el jardín ya que la orden de la corbata rezaba en el
comedor. Lugar ocupado por Nicolaides, transpirado, solitario y elegantísimo en
saco y corbata, de acuerdo con su propia orden.
En aquellos años la puja entre azules y colorados no estaba
terminada. Había rumores diarios sobre levantamientos, conspiraciones y toda clase de
fantasías sobre la legalización o proscripción continuada del peronismo. Los años
siguientes demostraron que la verdadera lucha era lograr el poder, el gobierno y continuar
la falta de democracia con discursos militares en su defensa.
1963. Marzo. Los rumores de cuartelazos ya eran ruidos cotidianos. Habrá sido por ello
que el mayor Cristino Nicolaides reunió en su despacho a los oficiales paracaidistas
formados en triple semicírculo. Entre otras dulzuras les aclaró, con su pistola sobre el
escritorio: De aquí sólo se me releva muerto. ¡Retirarse!. O algo muy por
el estilo, cuando el estilo se fundamenta sólo en el poder.
A Nicolaides, entre más cuestiones, lo separaba de la oficialidad el que ni siquiera
intentó hacerse paracaidista. Y en una unidad donde hasta los perros saltaban, ser
subdirector y no hacerlo resultó imperdonable. Aunque Nicolaides imaginara que, de
intentarlo, podría convertirse en un monolito enterrado en la pista arada de lanzamiento.
Llegó el 2 de abril de 1963; rebelión colorada. La ETA estaba comprometida
desde la gestación del movimiento rebelde. Los subtenientes Carlos Ramón Miranda y
Carlos Alberto Beviglia fueron comisionados para reducir al mayor Nicolaides. Miranda
tenía un descomunal revólver Colt 45, largo, sin munición, heredado de su abuelo. Con
ese impresionante chumbo apuntó a Nicolaides, sentado él en su sillón, boquiabierto y
paralizado por el shock al ver entrar a dos subtenientes, sin permiso y tan poco
respetuosos.
¡Levántese! ordenó Miranda con el ojo del Colt dirigido a la cabezota
griega que todavía no había descubierto al marxismo precristiano.
Muchachos, muchachos... balbuceó el gordito piensen en mi familia...
¡Párese, gordo de mierda! se entusiasmó Miranda.
¡O muera aquí, como nos dijo carajo! gritó Carlos Beviglia, mientras el
mayor pálido se paraba con los brazos en alto y comenzaba su caminata hacia la salida del
despacho. A Miranda le habrá parecido que no se movía muy rápido o no pudo resistir la
tentación. Lo cierto es que su borceguí se estrelló en las nalgas griegas y aceleró el
viaje hacia la salida. Pero no siguió por el pasillo porque Beviglia había abierto una
puerta tipo persiana y Miranda, de un empujón, introdujo a Nicolaides en el escobero,
entre lampazos, baldes, jabón y papel higiénico. Allí quedó encerrado y no hay
constancias ni fuentes que puedan narrar cómo logró fugar o si, por el contrario, ni lo
intentó y esperó en ese lugar de combate que el combate terminara con la derrota de los
paracaidistas. Y así terminó. Miranda fue dado de baja por amenazar a un superior con un
arma no reglamentaria; Beviglia no fue acusado y Nicolaides llegó a ser comandante en
jefe, miembro de la última junta de infames y responsable de incinerar las huellas
macabras del Proceso. Pero la memoria es una huella no incinerable que lo recuerda
gimiente, abrazado al lampazo y sentado sobre un balde en su puesto de combate heroico:
El escobero de operaciones.
* Ex paracaidista de la ETA. |