Por Horacio Bernades
El
estreno de Viaje al principio del mundo viene a saldar una deuda que, de tan postergada, parecía eterna: finalmente, una película del portugués Manoel de Oliveira
se estrena en Argentina. Con 90 años recién cumplidos y en plena, febril actividad, este
nativo de la ciudad de Porto es una rara avis cinematográfica, con acceso asegurado al
Libro Guinness de los Records. Unico cineasta viviente que comenzó en los tiempos del
cine mudo, el eternauta portugués es, además, el primer caso que se conozca de un
director que a su edad sigue filmando. Y a paso sostenido: desde mediados de los 80, este
nonagenario hipervital lo hace a razón de una película por año, todos los años.
Después de Viaje al principio del mundo (que es del 97) ya filmó dos más, y está
visto que no piensa parar.
Su opus número dieciocho, Viaje al principio del mundo representa además la despedida
del gran Marcello Mastroianni, a quien la película está dedicada. Disimulando
estoicamente el cáncer de páncreas que estaba por llevárselo a los 72 años, Marcello
es aquí Manoel. No sólo el nombre tienen en común el personaje y el autor del film: el
Manoel de Mastroianni es un realizador importante según le recuerdan,
en tono de sorna, sus acompañantes que regresa a Portugal tras una larga ausencia,
para filmar una nueva película y hablando en francés. Abriga una secreta intención:
matar la saudade, recorriendo, antes del rodaje y quizá por última vez, los
rincones de su tierra y de esa otra patria que llaman infancia. Lo acompañan algunos de
sus actores. Entre ellos, uno que también, como Manoel, quiere ajustar cuentas con el
pasado, recorriendo las huellas de su padre. Viaje al principio del mundo no es entonces
la historia de un viaje, sino de dos: el de Manoel y el de Yves Afonso, su actor. Tal vez
tres, porque el propio Oliveira se reservó un papel-metáfora (el conductor de la combi),
que le permite aparecer solapadamente en escena, llevando por allí un par de prismáticos
para ver mejor. Viaje al principio del mundo es una road movie que se mueve en dirección
inversa a la de todas sus congéneres: ésta avanza hacia atrás, hacia el pasado. El
sentido de ese movimiento se hace literal, gracias al más sencillo de los dispositivos:
una cámara que apunta siempre hacia la luneta trasera y ve pasar la ruta, como si se
tratara de un largo y recto recuerdo que se va.
Que un film tan orientado hacia el pasado no contenga un solo flashback revela la
maestría cinematográfica del portugués. A Oliveira le basta con el presente para
conjurar lo que ya no está. El presente de la palabra evocadora, de algunos edificios
antes soberbios y ahora ruinosos o de una significativa talla en madera (que representa a
un tal Pedro Macao, especie de Sísifo portugués, obligado a cargar eternamente un
tronco). Manoel contempla su viejo colegio a la distancia, y esa distancia, que es
física, parecería hecha de tiempo. La atmósfera se impregna de saudade, pero también
de una fuerte sensación de presencia, de presente.
No hay en el añoso Oliveira la menor concesión a la nostalgia, esa rancia coartada de
que todo tiempo pasado fue mejor. Oliveira es un espíritu joven. Tan joven
como para burlarse de sí mismo, utilizando elcharme lejano de Leonor Silveira (su actriz
fetiche, aquí en el papel de... actriz fetiche de Manoel/Mastroianni) como signo de
aquello que la edad ya no permite alcanzar. A una primera parte a bordo de la combi, con
Manoel como eje, sucede una segunda parte, en la que el protagonismo se desplaza hacia
Afonso (el francés Jean-Yves Gauthier), el actor que busca las huellas de su padre. Y que
deberá vencer la obstinada desconfianza de una tía anciana. Cómo podés ser
pariente mío, si no hablás mi idioma, repite, de soslayo, la tozuda tía.
Finalmente, se convencerá: no hay mejor idioma que el de la sangre que corre por las
venas.
Film hecho de diálogos y confrontaciones (entre el pasado y el presente, entre personajes
encontrados, entre opuestas experiencias de vida), Viaje al principio del mundo es una
fábula tan transparente como el aire de Portugal, que el notable iluminador Renato Berta
sabe hacer brillar. Y tan opaca como sus personajes, a quienes la palabra parece servir
para revelarse, pero también para enmascararse. Claro que allí está el gran Marcello,
haciendo por última vez lo que hizo toda la vida: enseñar cuál es la diferencia entre
sensibilidad y sensiblería, entre ser y actuar. Tan eterno como Marcello es el propio
arte de Manoel de Oliveira. Ese que consiste en contar historias, y hacerlo como si fuera
la cosa más sencilla del mundo.
Austin Powers, el gran
encanto de la tontería
Por Martín Pérez
Despierto luego de un
sueño de tres décadas, el Dr. Evil acaba de desafiar a las Naciones Unidas.
La comunicación se corta y, flanqueado por sus secuaces, Evil comienza a reír de manera
malévola, satisfecho por la efectividad de su genio criminal. Casi inmediatamente, todos
lo imitan. Ríe Mike Myers caracterizado como Dr. Evil, y ríe entonces Robert Wagner tras
el parche en el ojo que lo mimetiza como Nª 2, y ríen los increíbles personajes
bautizados como la alemana Frau Farbissina (fundadora del ala militante del
Ejército de Salvación), el árabe de lentes oscuros Mustafá y el terrorista
irlandés Patty OBrien. Cuando pasa la primera oleada de risas, se miran, y vuelven
a reír. Luego otra vez. Y otra. Hasta que todos quedan en silencio, mirando a cámara,
tomando aire y enjugándose alguna que otra lágrima. Recién en ese momento, cuando la
escena se ha hecho insoportablemente larga, la cámara corta.
Ese es el mejor resumen del humor de Mike Myers, que no sólo se ríe de los géneros sino
de los que se ríen de los géneros, empezando por él mismo. Un humor por momentos tonto
y sin sentido, el único capaz de prolongar una escena hasta el aburrimiento, sólo para
saber que sucedería entonces. Y lo que sucede es un corte y a otra cosa. Pero la vida y
la comedia y no precisamente gracias al intelecto tienen un misterio menos por
resolver.
Por momentos hilarante hasta las lágrimas, y por momentos vacía y de
compromiso, la nueva creación de Mike Myers es adictiva de tiempo completo. Desquiciada
parodia-homenaje hacia los mejores fetiches culturales ingleses de los 60
comenzando por los Beatles y terminando en James Bond Austin Powers es un
objeto pop querible y fascinante, repetitivo y previsible, yin y yang, Austin Powers y Dr.
Evil, el bien y el mal hermanados por un género y una misma persona: Mike Myers. Luego
del éxito de las dos partes de El mundo según Wayne, y el fracaso de So I married an axe
murderer (aquí sólo exhibida por cable), la saga de Austin Powers es el siguiente éxito
de este cómico canadiense que nació a la fama como parte del mítico programa
humorístico Saturday Night Live. La excusa para tener al exceso idealista de
los años sesenta, el encanto del espionaje y la resignación de los noventa en un mismo
paquete, es el congelamiento y la reanimación treinta años más tarde de dos enemigos
eternos como Powers y Evil. Que comienzan persiguiéndose por las calles del Swinging
London, y terminan en los hoteles de Las Vegas actual, un viaje matizado por homenajes
varios y cameos a descubrir.
El habitual humor tierno, sencillo y sin sentido de Myers encuentra en el desfasaje
cultural de sus antagonistas una veta para explorar. Así se suceden alusiones sexuales,
políticas, económicas y musicales sin desperdicio, que no se pueden ni siquiera amagar a
contar sin arruinarle el disfrute a los posibles espectadores de una obra que es más un
objeto pop que un film de humor. Por momentos criogenizada en pantalla, atada alas
convenciones que va aceptando, Austin Powers gana cada vez que Myers aparece en pantalla,
en particular cuando es el maravilloso Dr. Evil. Que tiene un gato llamado Mr.
Bigglesworth, y un hijo adolescente no-tanmalvado, nacido de su semen criogenizado, que
usa remeras con el rostro de Kurt Cobain. Los problemas familiares de los malos, los
problemas sexuales de los buenos y la confirmación de que es mejor ser empresario que
malo profesional son los temas de Austin Powers, un film con los chistes más tontos que
ha dado en cine en los últimos tiempos, así como las mejores escenas de desnudos ... no
tan desnudos, interpretados por Myers y Hurley. Y algunas de las mejores frases. Como la
que dice, recién llegado a los noventa, el descongelado Powers de los sesenta:
Mientras la gente siga teniendo sexo antes de casarse con muchos compañeros
anónimos, y al mismo tiempo pueda experimentar con drogas psicodélicas sin preocuparse
por las consecuencias, no voy a tener problemas. Y todo no hace más que empezar.
UNA PAREJA EXPLOSIVA, DE BRETT
RATNER
Como una de Jackie Chan, pero no tanto
Por Horacio Bernades
En la escena culminante
de Una pareja explosiva, el hongkonés Jackie Chan debe vérselas con un
montón de matones. Como de costumbre, reparte piñas y patadas como un molinete, saltando
y volando en el aire, y derribando a sus rivales de a tres. La batalla campal tiene lugar
en una exposición de tesoros chinos. Entre ellos, unos jarrones más grandes que una
persona, y varias veces más pesados. Pero, claro, fragilísimos y de valor incalculable.
Cada vez que un jarrón amenaza caerse, Jackie se las arregla para sostenerlo, mientras
sigue dándole a sus rivales para que tengan.
La escena uno de esos puros momentos-Chan de los que están llenas sus mejores
películas es una maravilla coreográfica y acrobática, y todo sin perder la
sonrisa y con la ligereza de una pluma. El problema es que ése es junto con un
divertido baile a dúo el único momento auténticamente Chan de Una pareja
explosiva (tonto título local para el original Rush Hour). Para poder penetrar de una
buena vez en el mercado estadounidense, el artista más popular de toda Asia y sus
inmediaciones debió dejar el guión y la dirección en manos de norteamericanos. Y, sobre
todo, accedió a compartir cartel, por primera vez en su carrera, con el cómico negro
Chris Tucker, que parece a punto de destronar a Eddie Murphy del sitial de gran
cómico afroamericano. De hecho, es Tucker quien tiene el verdadero protagonismo de
Una pareja explosiva. Eso no está necesariamente mal, ya que Tucker es un tipo
simpático, y sus respuestas velocísimas, su picardía y sus bailoteos a la Michael
Jackson son disfrutables. Pero quien vaya a ver el film esperando un show de Jackie no
saldrá del todo contento.
La de Chan es, esta vez y sus 42 años son una espada de Damocles para quien basa su
arte en la destreza corporal una victoria pírrica. Una pareja ... arrasó en
EE.UU., pero no anduvo tan bien como otras de Jackie Chan en sus mercados
naturales. La historia es tan simple como siempre. Jackie es Lee, un policía
oriental que viaja a Los Angeles para colaborar en el rescate de la hija del cónsul,
secuestrada por unos hampones. Pero el FBI no quiere saber nada con él, ni con James
Carter, un problemático policía. Así destinan a éste para que distraiga a Lee, y que
ninguno de los dos meta las narices en la investigación. Lo harán, y, al exponer juntos
el pellejo, dejarán de ser como perro y gato y se harán amigos ... es decir, el típico
esquema de buddy movie. La producción es más profesional que otras
películas de Chan, las escenas de acción están resueltas con pericia y hay un sólido
elenco de apoyo, con secundarios como el inglés Tom Wilkinson (el ex capataz de The Full
Monty) y Philip Baker Hall (en cuya foja se cuenta una memorable aparición en
Seinfeld). Pero una película en la que a Jackie Chan se lo ve serio no puede
ser del todo buena. Hasta el punto de que ese clásico-Chan que son los bloopers del final
(donde suele vérselo cayéndose y tropezando) está dedicado, esta vez, más a diálogos
pifiados que a físicos estropeados. Todo un signo que revela hasta qué punto éste es
más un vehículo-Tucker que una de Jackie Chan.
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