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En el aire


Por Rodrigo Fresán

t.gif (862 bytes) Las doce de la noche –no en vano conocida como “la hora de las brujas”, el instante en que las potencias sobrenaturales danzan sobre la supuesta realidad de nuestro mundo– siempre fue propicia para que florezcan las ramas más bizarras de la televisión abierta argentina (en la televisión por cable patria, se sabe, siempre es medianoche). na28fo01.jpg (9574 bytes)De allí surgió ese curioso micro católico con música de Bach –Un momento para la meditación- donde un sacerdote de trasnoche intentaba paliar el dolor del mundo que no era más que la angustia del fin de la programación. De ahí en más, la decadencia de la fe y la creencia en cualquier cosa permitió el apogeo de criaturas límites que, en teoría, jamás podrían acceder a los horarios centrales. Así, con mayor o menos suerte –las 12 han dado y no sereno– aparecieron Raúl Portal con su “Notidormi”; Marcelo Tinelli con “VideoMatch”; Mario Pergolini con “La TV ataca”; o Lito Vitale con lo que, de seguro, sigue siendo el programa favorito de “El Fantasma en el Paraíso” esté donde esté. Buenas noticias o, por lo menos, noticia atendible: todos ellos han sido eclipsados por uno de los programas más baratos en su realización y más lujosos en sus intenciones. Me refiero al flamante “Televisión abierta”, lo mejor de la programación de América junto a “Magazine For Fai”. La idea es sencilla y compleja al mismo tiempo: hacer un programa de televisión con los televidentes no sobre la base de bloopers o cámaras ocultas –ni siquiera apoyado en supuestas habilidades donde uno, si lo sabe, canta– sino, simplemente, sobre la base de ellos. Y punto. “Televisión abierta” es, sí, auténtica televisión verdad y la prueba incontestable de por qué la mayoría de las veces la realidad es mucho más interesante que la mentira. La mecánica es la siguiente: un locutor con dicción perturbadoramente neutra informa de dos números telefónicos, se toma nota, se llama (debo confesar que lo intenté y siempre me dio ocupado), se pide una cámara a la productora, se espera que llegue, la cámara llega (en moto, según informan los títulos del final), se enciende una lucecita roja, se mira fijo, se dispone de un puñado de minutos (menos de los quince minutos de fama que Andy Warhol profetizó nos corresponderían a todos tarde o temprano), se hace lo que uno siempre quiso hacer o lo que jamás pensó que haría. Luego, la vida continúa, pero uno tiene la certeza de que va a aparecer en televisión de una manera más noble que saludando detrás de algún entrevistado o respondiendo a alguna encuesta, o como un cuerpo sobre el pavimento cubierto por una manta. “TV abierta” es democracia y comunismo y oferta y demanda al mismo tiempo. “TV abierta” es un derecho ganado pero, también, una libre opción sólo para los más audaces o los más desequilibrados. “TV abierta” es, también, un producto adictivo y alucinógeno que no se puede dejar de ver por miedo a que algo ocurra. “TV abierta” tiene la elegancia absurda de Ionesco y Beckett y Serling pero, también, la sordidez inapelable de la pornografía en serio. “TV abierta” es, seguro, uno de los mejores sitios donde encontrar la versión más tangible del siempre esquivo Ser Nacional en este fin de milenio. Una bestia increíble pero cierta construida con partes de una chica de catorce años “que quiere ser modelo o actriz” y que baila mal y canta peor; una jubilada desesperada pero orgullosa de ser aplaudida por los suyos; el increíble Peter Schmidt autodenominado “el hombre más inteligente del mundo” ofreciéndose al Frepaso; un chico que habla al revés; un imitador de Federico Luppi; varias personas que buscan trabajo sabiendo que no van a encontrarlo pero, quién sabe... “TV abierta” es la corporización de ese ambiguo sentimiento hacia la supuesta caja boba donde se hace más evidente que nunca que no nos une el amor sino el espanto, será por eso que la queremos tanto. Con el correr de las medianoches es de suponer que “TV abierta” atraiga a personalidades todavía más extremas: entonces veremos asesinos seriales, proyectos de astronautas, gente que no quiere aparecer en “TV abierta” y, seguro,actores de televisión que ya no consiguen trabajo en televisión. Si no puedes con ella, únete y, sí, nada mejor que estar un poco en el aire para despegar un poco los pies de la tierra. No hace mucho, un film titulado The Truman Show y dirigido por el australiano Peter Weir contaba la historia de una conjura terrible: desde el momento de su nacimiento un hombre común era seguido las veinticuatro horas al día por cámaras escondidas y su vida se convertía en el programa más visto en la historia del medio. El final de la película era tan obvio como emocionante: Truman Burbank (interpretado por Jim Carrey) renunciaba a la ficción de su existencia protagónica y asumía por última vez frente a las cámaras su condición de “héroe” anónimo en el mundo real ante la ira y el desconsuelo de su creador que le preguntaba “¿Qué vas a hacer ahí afuera?”. Truman Burbank no le hacía caso, saludaba a los millones de televidentes y salía del set para, se supone, ya no volver. “TV abierta” es la desconsoladora coda a la película de Peter Weir, el final infeliz pero dolorosamente divertidísimo: todo parece indicar que cualquier persona en su sano o insano juicio quisiera ser Truman Burbank y nadie dejaría el decorado de la celebridad en vivo y en directo porque todos saben que la realidad cada vez pasa más seguido por la irrealidad de la televisión. “TV abierta” es, finalmente, la oportunidad casi segura de conocer a las video-estrellas multimillonarias del mañana y decir –como muchos que juran haber visto a los Beatles en The Cavern– “pero si yo a ese lo conozco de antes de que fuera famoso, yo a ese lo vi cuando salía en ‘TV abierta’”.

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