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Las doce de la noche no en vano conocida como la hora
de las brujas, el instante en que las potencias sobrenaturales danzan sobre la
supuesta realidad de nuestro mundo siempre fue propicia para que florezcan las ramas
más bizarras de la televisión abierta argentina (en la televisión por cable patria, se
sabe, siempre es medianoche). De allí surgió ese curioso micro católico
con música de Bach Un momento para la meditación- donde un sacerdote de trasnoche
intentaba paliar el dolor del mundo que no era más que la angustia del fin de la
programación. De ahí en más, la decadencia de la fe y la creencia en cualquier cosa
permitió el apogeo de criaturas límites que, en teoría, jamás podrían acceder a los
horarios centrales. Así, con mayor o menos suerte las 12 han dado y no sereno
aparecieron Raúl Portal con su Notidormi; Marcelo Tinelli con
VideoMatch; Mario Pergolini con La TV ataca; o Lito Vitale con lo
que, de seguro, sigue siendo el programa favorito de El Fantasma en el
Paraíso esté donde esté. Buenas noticias o, por lo menos, noticia atendible:
todos ellos han sido eclipsados por uno de los programas más baratos en su realización y
más lujosos en sus intenciones. Me refiero al flamante Televisión abierta,
lo mejor de la programación de América junto a Magazine For Fai. La idea es
sencilla y compleja al mismo tiempo: hacer un programa de televisión con los televidentes
no sobre la base de bloopers o cámaras ocultas ni siquiera apoyado en supuestas
habilidades donde uno, si lo sabe, canta sino, simplemente, sobre la base de ellos.
Y punto. Televisión abierta es, sí, auténtica televisión verdad y la
prueba incontestable de por qué la mayoría de las veces la realidad es mucho más
interesante que la mentira. La mecánica es la siguiente: un locutor con dicción
perturbadoramente neutra informa de dos números telefónicos, se toma nota, se llama
(debo confesar que lo intenté y siempre me dio ocupado), se pide una cámara a la
productora, se espera que llegue, la cámara llega (en moto, según informan los títulos
del final), se enciende una lucecita roja, se mira fijo, se dispone de un puñado de
minutos (menos de los quince minutos de fama que Andy Warhol profetizó nos
corresponderían a todos tarde o temprano), se hace lo que uno siempre quiso hacer o lo
que jamás pensó que haría. Luego, la vida continúa, pero uno tiene la certeza de que
va a aparecer en televisión de una manera más noble que saludando detrás de algún
entrevistado o respondiendo a alguna encuesta, o como un cuerpo sobre el pavimento
cubierto por una manta. TV abierta es democracia y comunismo y oferta y
demanda al mismo tiempo. TV abierta es un derecho ganado pero, también, una
libre opción sólo para los más audaces o los más desequilibrados. TV
abierta es, también, un producto adictivo y alucinógeno que no se puede dejar de
ver por miedo a que algo ocurra. TV abierta tiene la elegancia absurda de
Ionesco y Beckett y Serling pero, también, la sordidez inapelable de la pornografía en
serio. TV abierta es, seguro, uno de los mejores sitios donde encontrar la
versión más tangible del siempre esquivo Ser Nacional en este fin de milenio. Una bestia
increíble pero cierta construida con partes de una chica de catorce años que
quiere ser modelo o actriz y que baila mal y canta peor; una jubilada desesperada
pero orgullosa de ser aplaudida por los suyos; el increíble Peter Schmidt autodenominado
el hombre más inteligente del mundo ofreciéndose al Frepaso; un chico que
habla al revés; un imitador de Federico Luppi; varias personas que buscan trabajo
sabiendo que no van a encontrarlo pero, quién sabe... TV abierta es la
corporización de ese ambiguo sentimiento hacia la supuesta caja boba donde se hace más
evidente que nunca que no nos une el amor sino el espanto, será por eso que la queremos
tanto. Con el correr de las medianoches es de suponer que TV abierta atraiga a
personalidades todavía más extremas: entonces veremos asesinos seriales, proyectos de
astronautas, gente que no quiere aparecer en TV abierta y, seguro,actores de
televisión que ya no consiguen trabajo en televisión. Si no puedes con ella, únete y,
sí, nada mejor que estar un poco en el aire para despegar un poco los pies de la tierra.
No hace mucho, un film titulado The Truman Show y dirigido por el australiano Peter Weir
contaba la historia de una conjura terrible: desde el momento de su nacimiento un hombre
común era seguido las veinticuatro horas al día por cámaras escondidas y su vida se
convertía en el programa más visto en la historia del medio. El final de la película
era tan obvio como emocionante: Truman Burbank (interpretado por Jim Carrey) renunciaba a
la ficción de su existencia protagónica y asumía por última vez frente a las cámaras
su condición de héroe anónimo en el mundo real ante la ira y el desconsuelo
de su creador que le preguntaba ¿Qué vas a hacer ahí afuera?. Truman
Burbank no le hacía caso, saludaba a los millones de televidentes y salía del set para,
se supone, ya no volver. TV abierta es la desconsoladora coda a la película
de Peter Weir, el final infeliz pero dolorosamente divertidísimo: todo parece indicar que
cualquier persona en su sano o insano juicio quisiera ser Truman Burbank y nadie dejaría
el decorado de la celebridad en vivo y en directo porque todos saben que la realidad cada
vez pasa más seguido por la irrealidad de la televisión. TV abierta es,
finalmente, la oportunidad casi segura de conocer a las video-estrellas multimillonarias
del mañana y decir como muchos que juran haber visto a los Beatles en The
Cavern pero si yo a ese lo conozco de antes de que fuera famoso, yo a ese lo
vi cuando salía en TV abierta. |