Por Horacio Verbitsky
Concluido
el proceso de privatización de empresas públicas, la fuga de capitales se reinició a un
ritmo sólo comparable con el de los peores años de la dictadura militar y el equipo
económico de Martínez de Hoz: entre 1993 y 1997 fue de 4.415 millones de dólares de
promedio anual, contra los 5.230 millones anuales del nefasto periodo 1975-1981. Así se
desprende de una investigación en curso del Area de Economía y Tecnología de la
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO, que cuestiona los supuestos
generalmente aceptados en las evaluaciones sobre la década menemista. El trabajo se basa
en el análisis de cifras oficiales, con el Método Residual de Balanza de Pagos, que el
propio ministerio de Economía usa para estimar mediante cálculos de grandes agregados
los activos en el exterior de residentes locales. En el período 1990-1997, la inversión
extranjera directa fue de 29.537 millones de dólares, la remisión de utilidades alcanzó
a 5.768 millones (sin sumar los datos de 1990 y 1991) y la fuga de capitales originados en
ganancias no declaradas y que no pagaron todos los impuestos correspondientes, a 16.543
millones. Las utilidades remitidas legalmente al exterior sumadas a la fuga llegan a
22.311 millones. Es decir que en todo el periodo, el saldo positivo fue de apenas 7.226
millones de dólares, la mitad del financiamiento externo que la Argentina precisa en un
solo año. Pero si la comparación se concentra en el quinquenio 1993-1997 el resultado es
aún peor: entraron 23.834 millones y salieron 23.000. Si el rasgo saliente del proceso de
privatizaciones fue la asociación entre grupos económicos locales y empresas extranjeras
y transnacionales, una comprobación adicional no desdeñable del estudio es que los
extranjeros recién llegados lejos de infundir el dinamismo capitalista a sus socios
locales adquirieron los viejos hábitos rentísticos y parasitarios del empresariado
aborigen. La Argentina está tan lejos como siempre del encomiado capitalismo renano o
sajón.
¿Yo? Extranjero
La fuga de capitales al exterior fue el rasgo característico de la economía argentina
durante la década del 80, y sus principales actores fueron los grupos económicos.
Recién las extraordinarias oportunidades de superganancias que ofreció el programa de
privatización de empresas públicas aplicado a partir de 1989 hicieron disminuir esa
sangría, o incluso revertirla, según los años o períodos que se consideren. No sólo
se redujo la fuga de capitales en términos relativos; también descendió su monto
absoluto (En 1990 el stock de recursos de argentinos en el exterior era de 58.457 millones
de dólares y en 1993 de 57.339). Pero en cuanto esas ofertas imperdibles concluyeron, la
fuga se reanudó como en los buenos viejos tiempos de la plata dulce y en 1997 aquel stock
ya era de 75.000 millones. El gráfico que acompaña esta nota ilustra esa relación
perversa entre los ingresos por privatizaciones y la fuga de capitales.
Entre 1990 y 1997, el flujo de la inversión extranjera directa creció en promedio al 17
por ciento anual, y pasó de 1.836 a 6.327 millones de dólares en el primero y el último
año del periodo. Las diferencias de derechos y obligaciones entre los inversores
extranjeros y los grandes empresarios locales se borraron a partir de 1993 y la
orientación sectorial de la inversión extranjera directa varió en forma drástica.
Hasta la década anterior se dirigía en forma preponderante a la producción industrial.
En esta década predominaron los servicios, el petróleo y el gas. La que llegó a la
industria se limitó a alimentos y automotores, dos sectores privilegiados. El primero por
las ventajas comparativas naturales y el segundo por las artificiales creadas por un
régimen de protecciónexcepcional. Junto con los aportes en efectivo, en la
privatización de las empresas públicas se capitalizaron títulos de deuda externa. La
capitalización se había iniciado durante el anterior gobierno radical, pero no vinculada
con las privatizaciones. Esa combinación fue el núcleo central del Plan
Baker, concebido en 1985 para que los bancos transnacionales pudieran cobrar no
sólo los intereses sino también el capital de las deudas externas de los resecos países
latinoamericanos. Los primeros regímenes de capitalización ya contabilizaban el rescate
de bonos de deuda externa como inversión directa extranjera, lo cual implicó un rotundo
cambio conceptual. La capitalización de deuda externa con seguro de cambio no implicaba
la instalación de una empresa o establecimiento productivo y ni siquiera un aporte
financiero a una subsidiaria, sino sólo la cancelación de una deuda externa con subsidio
estatal. Sin embargo, se registraba como inversión directa extranjera. De esos regímenes
participaron tanto corporaciones extranjeras como empresas locales, que mayoritariamente
integraban grupos económicos, y a los que se reconocieron los mismos derechos que a los
inversores extranjeros que radicaban inversiones en el país.
Al abordaje
Desde 1990, cuando comenzaron a aceptarse bonos de la deuda en la privatización de
empresas públicas, y hasta 1993, el desguace del Estado constituyó el componente
principal en la inversión extranjera directa. A lo largo de todo el periodo (que en el
estudio de FLACSO llega hasta 1997), más de uno de cada tres dólares de inversión
directa extranjera se volcó a la compra de los activos públicos. Ese monto, de 9.139
millones de dólares, se eleva a 12.010 millones de dólares si además se consideran las
ventas de acciones de empresas privatizadas, como YPF, Telecom, Transportadora de Gas del
Sur, Central Puerto y Central Costanera, que el Estado atomizó en los mercados de valores
externos. La inversión concentrada en las privatizaciones, sólo generó una
transferencia de propiedad de empresas preexistentes, sin efecto alguno en la inversión
agregada, y por lo tanto sobre el capital total existente.
Con el gobierno desarrollista de Frondizi y Frigerio a fines de la década del 50 la
inversión extranjera había tenido un profundo impacto en la formación de capital, al
instalarse nuevas plantas industriales que fueron las más dinámicas de la economía
argentina. En la del 90, en cambio, ni se formó capital, ya que esas inversiones se
concentraron en la compra de activos públicos (y en forma más reciente también
privados), ni se produjo una entrada equivalente de recursos tangibles, dado que una parte
de los activos estatales fue pagada con bonos públicos dolarizados. La asociación de
inversores foráneos y grupos económicos locales para participar en las privatizaciones
también modificó el contenido tradicional de la inversión extranjera directa, rubro
dentro del cual pasaron a computarse los capitales repatriados por los grupos económicos.
La fuga de capitales que los grupos económicos emprendieron desde fines de la década del
70 tuvo como base el endeudamiento externo, que la Primera Aparición de Domingo Cavallo
endosó al conjunto de la sociedad en los estertores de la dictadura militar. Los grupos
aplicaron esos fondos a diversas colocaciones financieras, entre ellas títulos de la
deuda externa argentina y Fondos de Inversión. El gobierno de Raúl Alfonsín permitió
que esas colocaciones se consideraran inversión extranjera directa y el de Carlos Menem
los invitó a cerrar el círculo participando en el remate del capital social acumulado
por generaciones de argentinos en las empresas públicas.
Los principales grupos económicos intervinieron en ese proceso con sus recursos internos
y externos, y contrayendo nuevo endeudamiento externo. Sus recursos externos, en efectivo
o en títulos de la deuda externa, loscanalizaron a través de empresas o Fondos de
Inversión radicados en el exterior, con lo cual basta para que el Ministerio de Economía
considere que se trata de inversiones extranjeras directas. El estudio de FLACSO menciona
varios ejemplos. El grupo Pérez Companc es propietario de la empresa de inversiones IRHE
(International Rio Holding Establishment) radicada en las Islas Cayman. IRHE controla el
capital de Petrolera Argentina Limited, firma que se adjudicó varias áreas petrolíferas
centrales transferidas por YPF antes de su privatización. IRHE también es propietaria
del 16,84 por ciento del capital de APDT (Argentine Private Development Trust), cuyo
capital está formado, en parte, con 1.300 millones de dólares en títulos de la deuda
externa argentina. APDT a su vez participa en la propiedad de varios de los mayores
consorcios que controlan las empresas privatizadas (Cointel y Nortel en telefonía; Gas
Argentino y CIESA en el transporte y distribución de gas; Hidroneuquén y Citelec en
energía eléctrica; YPF). Lo mismo ocurre con el accionista local de otro de los grandes
participantes en la adquisición de empresas públicas, el CEI (Citicorp Holdings). El
Banco República, continuación de una mesa de dinero especializada en la fuga de
capitales durante la dictadura, controla ahora su creciente participación accionaria en
privatizaciones desde las Islas Vírgenes Británicas donde constituyó UFCO (United
Finance Company).
Cuando comenzaron a agotarse las privatizaciones, se acentuó la compra de empresas
privadas por parte de inversores extranjeros, entre ellas varias que habían sido
privatizadas en forma reciente. Estas transferencias de las grandes empresas oligopólicas
que los empresarios locales, y específicamente los grupos económicos, venden a
inversores extranjeros nuevos o ya establecidos en el país crecieron a partir de 1994. En
1997 llegaron a concentrar el 42 por ciento del flujo de la inversión directa extranjera,
que sigue prefiriendo activos existentes a la formación de capital en inversiones nuevas.
Ejemplos ostensibles fueron la venta del grupo Astra al conglomerado español Repsol o la
venta de la participación del grupo Pérez Companc en Metrogás al ahora conglomerado
español Astra y a British Gas. Que ese proceso no se detuvo al terminar el estudio lo
indica la compra del 14,99 por ciento del paquete de YPF por parte de Repsol, concretado
esta semana. Acerca de la activa intervención del Estado en auxilio de la rentabilidad de
los vencedores en este proceso es elocuente el anuncio formulado por Repsol a la Bolsa de
Buenos Aires: los estatutos de YPF serán modificados de modo que Repsol pueda adquirir el
resto del capital de la empresa, no en efectivo como se había dispuesto en el momento de
la privatización inicial para proteger a los pequeños inversores que compraron parte de
las acciones en los mercados de valores, sino mediante un canje de acciones.
Esta intempestiva alteración de las reglas del juego licua la propiedad de los pequeños
accionistas y podría terminar en los tribunales.
Superganancias y evasión
Las empresas extranjeras y los grupos económicos que durante las privatizaciones
repatriaron capital mediante subsidiarias en el exterior, tuvieron en 1997 utilidades de
2.349 millones de dólares. Dos de cada tres de esos pesos ganados, fueron remitidos al
exterior, contra menos de uno de cada tres en 1992. Esto fue posible por la muy elevada
rentabilidad de la cúpula empresaria. Las 200 empresas de mayor facturación vendieron
por 94.866 millones en 1997, y declararon utilidades por 4.246 millones, aunque hay
motivos para inducir que las ganancias reales fueron mucho mayores. Entre 1993 y 1997, la
remisión de utilidades al exterior declarada fue de 5.448 millones de dólares, pero la
fuga calculada según el método del ministerio de Economía, alcanzó a impactantes
17.661 millones que continuaron el ciclo de la valorización financiera. Estoindica que el
capital concentrado generó escasa inversión pero se convirtió en un fuerte expulsor de
ahorro interno al exterior. Si no existen restricciones a la remisión de utilidades,
¿por qué la salida de ahorro interno no declarada como utilidades triplica a la sí
declarada? El estudio lo atribuye a la necesidad de disminuir la vulnerabilidad
política que implicaría el conocimiento de las cifras reales y sostiene que esto
sería más marcado en el caso de las empresas extranjeras prestadoras de servicios
públicos.
La subdeclaración de superganancias implica, además, la evasión de una parte
significativa de los impuestos que les correspondería pagar. A esto debe sumarse la
violación constante a la cláusula de neutralidad tributaria que formó parte de los
marcos regulatorios con los que se privatizaron los servicios públicos y de la Ley 24468
conocida con el irónico nombre de Pacto Federal para el Empleo, la Producción y el
Crecimiento. Los marcos regulatorios autorizaron a las empresas prestatarias a trasladar a
sus precios y tarifas cualquier aumento impositivo, y facultaron a los Entes Reguladores a
imponerles rebajas en el caso inverso. El Pacto Federal extendió ese criterio a todas las
empresas concesionarias o licenciatarias de los servicios públicos privatizados y a las
que operan en mercados oligopólicos como en el caso de los combustibles líquidos. Toda
medida impositiva nacional, provincial o municipal, que implicara una
reducción de costos o aumento de los beneficios debía redundar en una
transferencia de beneficios a los usuarios y consumidores, dice la ley. Nada
de eso ocurrió con la supresión del impuesto sobre los débitos bancarios, la
derogación del impuesto a los sellos sobre los contratos y a las operaciones financieras
en la Ciudad de Buenos Aires, donde tienen su casa central casi todas las empresas
prestatarias de los servicios públicos, la reducción de la alícuota del impuesto a los
Activos del 2 al 1 por ciento, la disminución de las cargas patronales (entre el 30 y el
80 por ciento según regiones), la exención de gravámenes arancelarios a la importación
de bienes de capital, la paulatina supresión del impuesto a los Ingresos Brutos sobre los
sectores productivos y actividades conexas (entre las que quedan incluídas la prestación
de los servicios de electricidad, agua y gas, así como las concesiones viales). La
supresión de tributos, la reducción de las bases imponibles y/o de las alícuotas
respectivas, disminuyeron los costos de las empresas prestatarias de los servicios en una
cifra que ronda los 2.000 millones de dólares anuales desde 1994. En vez de trasladarse a
los usuarios esa merma fue a engrosar la cuenta de beneficios de los prestadores, esa que
alimenta la fuga al exterior.
El Espejo de
Brasil
Por H.V.
El fracaso de Fernando
Henrique Cardoso por mantener la cotización de la moneda brasileña, y sus tremendas
consecuencias políticas, económicas y sociales, podrían dejar una lección provechosa
para los partidos políticos argentinos: en un contexto internacional de extrema liquidez
y circulación en tiempo real de enormes masas de dinero, un sostenido equilibrio fiscal
es prerequisito de cualquier política económica nacional viable en el largo plazo y no
sujeta a condiciones como las que desde hace una década padece la Argentina y hoy abruman
al Brasil.
La globalización financiero-electrónica reduce la capacidad de maniobra de los estados nacionales. Poco puede hacer un país solo para regular esosmovimientos de
capitales que se desplazan como mangas de langosta, y es obvio que cualquier medida
restrictiva requiere de una concertación en gran escala, como la que estudian los
gobiernos socialdemócratas europeos alarmados por la devastación de la economía real y
el empleo. Pero lo que ningún grupo de países ni organismos internacionales pueden
impedir es que los gobiernos sigan criterios propios, si éstos son aptos para ordenar sus
cuentas. Ahora que el populismo es un artículo de museo, el equilibrio fiscal blandido
siempre por la ortodoxia se ha convertido en una condición necesaria también para
cualquier planteo progresista. Necesaria, pero no suficiente, ya que la diferencia entre
políticas conservadoras y progresistas no se ha borrado, aunque se expresa en un campo
más restringido: depende de cómo se logre el equilibrio, es decir qué gastos se
recorten y cuáles impuestos se le cobren a qué sectores de la sociedad. Ese es el debate
normal en los países normales.
Ninguna fuerza política plantea en la Argentina abandonar el tipo de cambio fijado por
ley, de un peso por un dólar. Más que razones de técnica económica, esto obedece a
motivos políticos y sociales, suscitados por la memoria colectiva de la hiperinflación.
La imposibilidad de modificar esa paridad sin que se desencadene una catástrofe coloca
las decisiones sobre gasto e ingresos en un primer plano absoluto, sin la mediación
enmascaradora de la inflación y con una menguada utilidad de los golpes de efecto
políticos. La respuesta de Menem al avance de la turbulencia de los mercados fue el
ignominioso proyecto de dolarización que, con la sinceridad brutal que caracteriza al
liquidador del peronismo, incluye un capítulo de mayor precarización del empleo. Con la
misma sinceridad, pero sólo en privado y a colaboradores, uno de los dirigentes
políticos que aspira a integrar el Poder Ejecutivo entre 1999 y 2003 explicó su plan:
Como no podemos tocar la convertibilidad, vamos a meterlo preso a Menem.
Dejando de lado la inmoralidad de planteos tan oportunistas, y suponiendo que fueran
aplicables, la distracción resultante se agotaría en pocos meses. Estos ardides y las
declaraciones compasivas por los que sufren, que algunos políticos prodigan con
copiosidad obispal, son la manera más hipócrita de convalidar el estado de cosas que de
palabra se cuestiona.
La única forma de mantener la paridad cambiaria y no deteriorar adicionalmente el nivel
de subsistencia de los sectores más castigados por las transformaciones del último
cuarto de siglo es asegurar el equilibrio fiscal. Para ello no basta con renunciar a la
superfluidad del gasto y obturar los rumbos de la corrupción abiertos durante la década
menemista, sino también señalar otros blancos a la imaginación recaudatoria, que
también apunten más arriba de las clases medias. El año pasado, durante un seminario
sobre servicios públicos, José Luis Machinea dijo que no se modificarían los marcos
regulatorios por respeto a la seguridad jurídica. Este flexible concepto, que por alguna
razón ajena a la ciencia jurídica no se aplica a los contratos de trabajo, tampoco
parece extenderse al cumplimiento estricto de los compromisos emergentes para las empresas
de las cláusulas de neutralidad tributaria. En el mismo seminario, Pablo Gerchunoff
pronunció una audaz apología de las privatizaciones del menemismo, por el incremento de
productividad que habrían producido pero también desde el punto de vista fiscal, dado
que la concentración favorecería el control y la recaudación. Esta implícita alabanza
a los monopolios y los mercados cautivos, que torna borrosas las fronteras entre
stalinismo y neoliberalismo periférico, implica un interesante grado de conciencia acerca
de la fuente de recursos a explorar. Pero los líderes de la oposición que consultan a
Gerchunoff prefieren hablar de ética.
La imposición sobre las superganancias visibles y ocultas no ha sido probada, ni forma
parte del discurso de ninguna fuerza significativa. Esto empobrece el debate de ideas así
como ha empobrecido a buena parte de la población. Ni siquiera se trata de crear nuevos
gravámenes, sino decontrolar el pago correcto de los existentes, como sugieren los datos
publicados en esta página. La alternativa es un camino trillado. No tiene otra salida que
el envilecimiento para quienes lo postulan y quienes lo sufren y comprende medidas como el
impuesto a los jubilados, que el sociólogo progresista de la Teoría de la
Dependencia, exiliado durante la dictadura y defensor de la justicia social, hizo
aprobar la semana pasada por el Congreso brasileño, como sacrificio humano para aplacar
la ira de los dioses financieros. |
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