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OPINION

Por David Viñas


La versión argentina del apartheid

“–¿Cómo se elige a la gente a quien se le va a pedir la documentación?
–Bueno, responden a una cierta fisonomía. Nosotros hacemos inteligencia  y vemos de todo.”

Comisario Eduardo Ricci, en La Nación, enero 21 de 1999

En enero de 1919, la fisiognómica, presunta ciencia liberal, le servía a los señoritos de las guardias blancas, estimulados por el almirante Domecq García, para “reconocer” entre los judíos del barrio de Lavalle y Junín (según César Tiempo), a los rusos confabulados en la supuesta organización de un soviet porteño. Y artesanos, periodistas, vecinos, rabinos y viejos barbados del ghetto fueron golpeados, humillados y, algunos de ellos, expulsados de la Argentina de acuerdo a la ley 4144.
Los trabajos rigurosos sobre esta variante del apartheid sudafricano son varios, destacándose quizá La semana trágica de Julio Godio, cuya documentada y dramática narración remite a los nexos laborales que existían entre los habitantes castigados del ghetto porteño con los trabajadores de los talleres Vasena, lugar convertido en mítica divisa de los obreros extranjeros sometidos a la Ley de Residencia.
Pero convendría tener presente que los fundamentos “teóricos” de esos procedimientos provenían, con su aberración, de justificativos tales como La defensa de la raza por la castración de los degenerados (1902), un título obsceno que forma parte de una constelación alrededor del proyecto ley del benemérito Miguel Cané en 1899.
–Chivos emisarios entonces y ahora.
La efemeridografía suele ser una faena tan apacible como la filatelia, pero en la Argentina se convierte, con frecuencia, en un capítulo de la teratología. Sobre todo si se la entremezcla con Lombroso.
Podría aludir ya en esta franja de problemas, al funcionario Hugo Franco –quien en 1997 tuvo la siniestra idea de haber apoyado la gratificación de la delación–, pero obstinadamente necesitó recuperar, antes, otras inflexiones de la genealogía del apartheid en la Argentina.
A riesgo de incurrir en la arqueología, aunque las memorias lúcidas participan sutilmente de ese saber, quisiera recordar las propuestas de sanciones contra “vagos, ociosos y malentretenidos” que se pueden leer en los bandos virreinales publicados, hacia 1801, en el Telégrafo Mercantil. Semejantes “reconocimientos” represivos tenían como fundamento, además, el señalamiento de cierta fisonomía que los hacía “diferentes” para la mirada policial. Ser distintos conformaba en esa época una categoría que justificaba el cepo y los trabajos forzados. La otredad convertía a todos sus rasgos en culpables al no entrar en la presunta racionalidad del Poder. El mal, se sabe, era lo diferente y debía ser sometido a la punición.
Castigos que en el sórdido y zigzagueante linaje del apartheid en nuestro país, notoriamente pasan también por los enfáticos reclamos para eliminar a los paisanos de La Rioja, redactados por Sarmiento. Se sabe. Se sabía. Ya es un lugar común de la historiografía crítica. Pero el autor de Argirópolis no es el único, sino el emergente más crispado de la ancha ideología represiva en los alrededores de 1860.
Mentalidad perversa a la vez, cuando por boca de Sarmiento y de numerosos intelectuales del sistema, aplauden –en 1879–, el apartheid aplicado a las “chinitas” separadas de sus madres, a los caciques confinados a servir en un trabajo esclavo en los obrajes de Tucumán o en las canteras de Martín García.
–El funcionario del menemato Hugo Franco goza, como se advierte, de una amplia y miserable jurisprudencia.
Extenso linaje represor/larga letanía de denuncias del apartheid argentino: “ociosos, vagos y malentretenidos”, campesinos provincianos, tehuelches, onas y ranqueles, e inmigrantes venidos de Odessa, de Catanzaro y de Vigo. “Señales”: Código Rural de la provincia de Buenos Aires/El Bracho/Cañadón de la Yegua Quemada/calles Rioja y Pepirí. Los raros, los “distintos” para las miradas canónicas, tan agraviadas cuando descubrían a un “cabecita negra” en el trolebús hacia 1950. Todos esos descalificados son
nuestros antepasados; y en los últimos años, los otros se habían convertido en tan insoportables, que el apartheid oficial de nuestro país resolvió convertirlos en “desaparecidos”.
Apelando –si cabe– a esos excluidos que ya no tienen voz, tengo la convicción de que hoy, ahora, corresponde cuestionar categóricamente a este nuevo apartheid que el funcionario Hugo Franco (en representación del menemato y con argumentos lamentables), pretende aplicar a trabajadores latinoamericanos.


 

 

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