Un domingo por la mañana
dos policías de civil se acercan al argelino veinteañero que vende flores, sin
autorización, sin papeles, en SaintGermain-des-Prés. Le tiran la carretilla, desparraman
la mercancía, lo apresan. Los coches esquivan las flores, una vieja felicita a la
policía: si se hiciera eso siempre, nos libraríamos pronto de esa chusma.
Otra mujer que sale del mercado próximo, en cambio, recoge un ramo y se lo paga al
muchachito. Detrás de ella una más, y una más, hasta que no quedan flores en el piso.
Los flics se llevan detenido al chico árabe que, seguramente, ha vendido como
nunca.
Lo cuenta Marguerite Duras en una extraordinaria crónica de apenas dos carillas. Duras
confesaba en el prólogo de Outside que hacía periodismo cuando se alejaba de la
literatura, de Moderato Cantabile, de El Marino de Gibraltar, de El Vicecónsul; escribir
crónicas, hacer entrevistas significaba algún dinero, pero por sobre todo era
salir afuera, era mi primer cine; Duras se metía en lo cotidiano por el mismo
movimiento irresistible que me llevó a la resistencia francesa o argelina,
antigubernamental o antimilitarista, antielectoral y que me indujo, como a ustedes, como a
todos, a la tentación de denunciar lo intolerable de una injusticia, sea del orden que
sea, sufrida por un pueblo o por un solo individuo. Las flores del argelino fue su
debut en la prensa y ella quiso que abriera el volumen que, sin embargo, no sigue un orden
cronológico. Significativa decisión para ella que nunca había dejado de sentirse un
poco asiática.
Marguerite Duras pertenecía a esa pléyade de intelectuales franceses convencidos de que
mejorar el mundo no era sólo tramar una novela, hacer un film o subir a un escenario y
ninguna de esas cosas estaba por encima del hombre concreto. Otras épocas, claro. Aunque
algunos lo siguen creyendo, incluso aquí. Uno de ellos es David Viñas, que ayer mismo
rompió el sospechoso silencio que mantienen los mismos intelectuales que lamentan no
poder pronunciarse sobre los tiempos que viven porque, dicen, la lucha de clases ha
muerto. Viñas recordó, en la columna publicada por este diario, la Ley de Residencia,
aplicada con el máximo rigor a los dirigentes de la huelga general del 36 para
entregarlos al fascismo europeo. Entonces, las leyes migratorias fueron el rastrillo que
limpió la maleza ideológica marxista que amenazaba el ser nacional; ahora, en versión
moderna, es la topadora de la desocupación y el delito la que empuja a los
latinoamericanos a las fronteras o a las ventanillas de migración, esa trampa mortal de
la que van a regresar expulsados y tan indocumentados como antes porque siempre faltarán
cinco para el peso: elcertificado de buena conducta, la partida de nacimiento materna, la
de casamiento, el certificado de salud, una promesa de contrato del trabajo que nadie
querrá arriesgarse a dar y el Ministerio de Trabajo tampoco autorizará porque trabajo no
hay. Extranjero cabeza de turco. Siempre y cuando el turco no sea Monzer Al Kassar, que a
ese sí se le presta la corbata y se le pone de chaperona a la jefa de audiencias; o no
tenga el capital de Gaith Pharaon, o la chatarra brillante de Maia Swarovsky.
Desocupados e inmigrantes forman un compuesto inerte mientras no se les acerque el
iniciador adecuado. Y no es un político opositor, de ultraderecha, bestializado y
oportunista el que ve el filón sino quien está para moderar, para ser fiel de la
balanza. Es el Presidente el que saca partido, arrima la mecha y carga sobre los
extranjeros la romana de la miseria nacional y del tirón a la salida del banco. Cortinas
de humo, malabarismos, estadísticas tramposas. Estupideces, ya se sabe. Y a rogar al
cielo para no ver el día en que alguien prenda fuego a la casilla de bolivianos donde
duerme una chorrera de niños, o una mano, bien argentina y documentada, empuje del
andamio al peruano que trabaja a 1 peso 30 la hora. Hasta el 24 de marzo de 1976 poco
sabíamos de esta cuestión de ser extranjero. La dictadura se encargó de entrenarnos, de
proporcionarnos cursos acelerados de supervivencia, de educarnos en la indignación
leyendo periódicos que anunciaban delitos cometidos por gente de apellido
argentino; que se quejaban de que ya ni las putas son madrileñas, que
Manuel Puig era la consecuencia lógica de un país que linda al Norte con la
pedantería y al Sur con el ridículo y la delincuencia había pegado un salto en
calidad gracias a la cualificación de los chorizos argentinos de
exportación. Así supimos, con mayor o menor intensidad según la prosperidad del lugar
al que cada uno había ido a parar, qué significaba ser un sudaca. Vete
a tu tierra, extranjero, echaban flit; si le hago esto a uno de aquí, lo
empujo; si se lo hago a un extranjero, no lo empujo, provocaba dando empellones la
policía. ¿Dónde trabajas? Porque todos ustedes, como los colombianos, viven del
robo. ¡Ah, hombre, qué bien, tú trabajas! ¿De médico? ¿De los que le están quitando
puestos a nuestros universitarios?.
Una noche de 1979, ateridos, acongojados, entramos a un bar de la periferia de Madrid.
Había muerto la hija de un argentino liberado de la cárcel durante el viaje del rey Juan
Carlos a Buenos Aires. El dueño del bar hizo un comentario vulgar: ¡Qué cara de
velorio traen!. Una mujer del grupo le corrigió: Venimos de un velorio.
El tipo quedó helado. ¿De algún vecino?, quiso saber. Sí
desafió ella, la hija de un compatriota. El español siguió limpiando
el mostrador y le aclaró: Yo no soy su compatriota pero he sido inmigrante.
Fuimos cientos de miles, dos millones, aseguran, los argentinos forzados a la emigración,
al exilio, a tomar cualquiera de los nombres con que se quiera identificar esa condición.
Demasiados, para hacer el chancho rengo cuando Viñas pide voluntarios para cuestionar
este nuevo apartheid; demasiados, para olvidar que también estamos hechos de
un montón de bellas historias todavía no escritas y muy, muy parecidas a la del argelino
de las flores.
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