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Cabeza de turco
Por Susana Viau



t.gif (862 bytes) Un domingo por la mañana dos policías de civil se acercan al argelino veinteañero que vende flores, sin autorización, sin papeles, en SaintGermain-des-Prés. Le tiran la carretilla, desparraman la mercancía, lo apresan. Los coches esquivan las flores, una vieja felicita a la policía: “si se hiciera eso siempre, nos libraríamos pronto de esa chusma”. Otra mujer que sale del mercado próximo, en cambio, recoge un ramo y se lo paga al muchachito. Detrás de ella una más, y una más, hasta que no quedan flores en el piso. Los “flics” se llevan detenido al chico árabe que, seguramente, ha vendido como nunca.
Lo cuenta Marguerite Duras en una extraordinaria crónica de apenas dos carillas. Duras confesaba en el prólogo de Outside que hacía periodismo cuando se alejaba de la literatura, de Moderato Cantabile, de El Marino de Gibraltar, de El Vicecónsul; escribir crónicas, hacer entrevistas significaba algún dinero, pero por sobre todo “era salir afuera, era mi primer cine”; Duras se metía en lo cotidiano por “el mismo movimiento irresistible que me llevó a la resistencia francesa o argelina, antigubernamental o antimilitarista, antielectoral y que me indujo, como a ustedes, como a todos, a la tentación de denunciar lo intolerable de una injusticia, sea del orden que sea, sufrida por un pueblo o por un solo individuo”. Las flores del argelino fue su debut en la prensa y ella quiso que abriera el volumen que, sin embargo, no sigue un orden cronológico. Significativa decisión para ella que nunca había dejado de sentirse un poco asiática.
Marguerite Duras pertenecía a esa pléyade de intelectuales franceses convencidos de que mejorar el mundo no era sólo tramar una novela, hacer un film o subir a un escenario y ninguna de esas cosas estaba por encima del hombre concreto. Otras épocas, claro. Aunque algunos lo siguen creyendo, incluso aquí. Uno de ellos es David Viñas, que ayer mismo rompió el sospechoso silencio que mantienen los mismos intelectuales que lamentan no poder pronunciarse sobre los tiempos que viven porque, dicen, la lucha de clases ha muerto. Viñas recordó, en la columna publicada por este diario, la Ley de Residencia, aplicada con el máximo rigor a los dirigentes de la huelga general del 36 para entregarlos al fascismo europeo. Entonces, las leyes migratorias fueron el rastrillo que limpió la maleza ideológica marxista que amenazaba el ser nacional; ahora, en versión moderna, es la topadora de la desocupación y el delito la que empuja a los latinoamericanos a las fronteras o a las ventanillas de migración, esa trampa mortal de la que van a regresar expulsados y tan indocumentados como antes porque siempre faltarán cinco para el peso: elcertificado de buena conducta, la partida de nacimiento materna, la de casamiento, el certificado de salud, una promesa de contrato del trabajo que nadie querrá arriesgarse a dar y el Ministerio de Trabajo tampoco autorizará porque trabajo no hay. Extranjero cabeza de turco. Siempre y cuando el turco no sea Monzer Al Kassar, que a ese sí se le presta la corbata y se le pone de chaperona a la jefa de audiencias; o no tenga el capital de Gaith Pharaon, o la chatarra brillante de Maia Swarovsky.
Desocupados e inmigrantes forman un compuesto inerte mientras no se les acerque el iniciador adecuado. Y no es un político opositor, de ultraderecha, bestializado y oportunista el que ve el filón sino quien está para moderar, para ser fiel de la balanza. Es el Presidente el que saca partido, arrima la mecha y carga sobre los extranjeros la romana de la miseria nacional y del tirón a la salida del banco. Cortinas de humo, malabarismos, estadísticas tramposas. Estupideces, ya se sabe. Y a rogar al cielo para no ver el día en que alguien prenda fuego a la casilla de bolivianos donde duerme una chorrera de niños, o una mano, bien argentina y documentada, empuje del andamio al peruano que trabaja a 1 peso 30 la hora. Hasta el 24 de marzo de 1976 poco sabíamos de esta cuestión de ser extranjero. La dictadura se encargó de entrenarnos, de proporcionarnos cursos acelerados de supervivencia, de educarnos en la indignación leyendo periódicos que anunciaban delitos cometidos por gente de “apellido argentino”; que se quejaban de que “ya ni las putas son madrileñas”, que Manuel Puig era la consecuencia lógica de un país “que linda al Norte con la pedantería y al Sur con el ridículo” y la delincuencia había pegado un salto en calidad gracias a la cualificación de los “chorizos” argentinos de exportación. Así supimos, con mayor o menor intensidad según la prosperidad del lugar al que cada uno había ido a parar, qué significaba ser un “sudaca”. “Vete a tu tierra, extranjero”, echaban flit; “si le hago esto a uno de aquí, lo empujo; si se lo hago a un extranjero, no lo empujo”, provocaba dando empellones la policía. “¿Dónde trabajas? Porque todos ustedes, como los colombianos, viven del robo. ¡Ah, hombre, qué bien, tú trabajas! ¿De médico? ¿De los que le están quitando puestos a nuestros universitarios?”.
Una noche de 1979, ateridos, acongojados, entramos a un bar de la periferia de Madrid. Había muerto la hija de un argentino liberado de la cárcel durante el viaje del rey Juan Carlos a Buenos Aires. El dueño del bar hizo un comentario vulgar: “¡Qué cara de velorio traen!”. Una mujer del grupo le corrigió: “Venimos de un velorio”. El tipo quedó helado. “¿De algún vecino?”, quiso saber. “Sí –desafió ella–, la hija de un compatriota.” El español siguió limpiando el mostrador y le aclaró: “Yo no soy su compatriota pero he sido inmigrante”. Fuimos cientos de miles, dos millones, aseguran, los argentinos forzados a la emigración, al exilio, a tomar cualquiera de los nombres con que se quiera identificar esa condición. Demasiados, para hacer el chancho rengo cuando Viñas pide voluntarios para cuestionar este “nuevo apartheid”; demasiados, para olvidar que también estamos hechos de un montón de bellas historias todavía no escritas y muy, muy parecidas a la del argelino de las flores.

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