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Por Cristian Alarcón Desde Punta del Este En el rancho, una mujer llamada María Manso Ramírez, de 43 y vejez prematura, juega a la canasta con su último marido, un sacador de mejillones. Ella tiene una panza de siete meses, espera el octavo chico y su hija mayor, de catorce, es un bulto tirado en una de las dos únicas camas donde reposa también embarazada. En esa pieza entran por las noches hasta doce personas. Afuera, como en cualquier villa miseria, juegan los chicos en patas bajo la sombra de decenas de eucaliptos, que de viejos han empezado a caerse. Los árboles ya dejaron dos ranchos reducidos a astillas. La mujer juega parsimoniosa a las cartas mientras un eucalipto aguanta a cuarenta y cinco grados sobre su tapera, sostenido por la buenaventura. Les está prohibido cortarlos. Ellos creen que se trata de impedir que el barrio se vea desde las mansiones y los chaleces. Hace cuatro años que el lobby de los magnates vecinos, que viven en El Golf, o en el Beverly Hills local, intenta erradicar la única villa de Punta del Este, cambiarla de lugar, quitarla del medio de los divinos parques. Si en una velada llena de modelos y apellidos de Caras se le pregunta a un comensal por la villa de Punta, o levanta los hombros o dice que es la peste. ¿De dónde creés que salen los chorros?, suponen. En el Barrio Obrero Kennedy, las 500 familias que allí viven tienen claras cuáles son las suposiciones. Y por eso, para buscar trabajo, la mayoría de las veces ocultan su domicilio. La tirantez de las relaciones entre ricos y pobres se manifiesta de manera paradigmática en esta porción de tierra donde quedaron encajonadas las mucamas, los jardineros, las niñeras, los guardadores de autos, los recolectores de basura de los espléndidos turistas que necesitan todo tipo de servicios para mantener la vida en marcha. Acá salió un título catástrofe de diario donde decía que éramos como Sarajevo, por la violencia. Pero se equivocan, porque nosotros no estamos marginados por la guerra, estamos marginados por la sociedad. La globalidad nos ha ido dejando en este lugar donde seguimos siendo la pobreza y la mano de obra casi gratis de ellos. Habla Ramón Borjas, un obrero de la construcción de 40 años, seis hijos y tres nietos que preside la comisión barrial y anda por ahí con una remera del Che Guevara. Está al frente de las negociaciones para un posible traslado, por el que pugnan los apellidos más deslumbrantes de los barrios vecinos donde tienen sus residencias desde Xuxa hasta el millonario Gilberto Scarpa. Se ven autos de hace cuatro décadas por todas partes. La mayoría no anda. Y charcos de mierda y agua podrida por donde los pibes pasan chapoteando. Un Ford 8 arranca con el ruido de un motor de avión, algo cotidiano en la villa que está a 200 metros del aeropuerto privado de El Jagüel. Los millonarios de los alrededores llegan en sus jets privados y están a cuadras de sus casas. El presidente Carlos Menem aterriza aquí cuando viaja al Este. La villa comenzó en 1961, cuando fue necesario remover a los pobres que se habían asentado en terrenos conocidos como La Pastora, exactamente donde hoy está el Hotel Conrad, el complejo cinco estrellas con casino, de estilo Miami-Las Vegas. Es como si los pobres de Punta del Este hubieran siendo corridos por la riqueza. En aquel entonces, el presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy daba diezmos para el continente y los más viejos recuerdan una ambulancia y un potabilizador de agua que alcanzaron para dar nombre al asentamiento. Ahora, el destino, si logran sacarlos de aquí, los llevará a la mayoría a un sitio tras el aeropuerto, conocido como La Perrera. Allí estaba el lugar donde los perros callejeros eran sacrificados. Dicen que le buscan otro nombre cuenta Juan José Malacre, uno de los afectados porla caída de un eucalipto que le borró medio rancho. Pero aunque se llame La Hermosura yo no les creo. El mar y los árboles Según Borja, la mayoría cree en el traslado siempre y cuando se les garantice el bienestar en un sitio cercano, agua potable, cloacas. Y que nos dejen hacer casas diferentes. Porque que seamos pobres no significa que nos guste la tristeza. Se nota en las rayas de colores que han pintado en la fachada de la casa de Manuel Costa Montero, 31, marmolero del hotel Conrad. Atiende su mujer, que casi no habla, y luego se esconde en la cocina a freír buñuelos. El aparece rodeado de chicos y manda a preparar mate amargo porque el dulce no es para los hombres. Después de pagar hace seis años ochocientos dólares por el pedazo de tierra que ocupa y de levantar paredes de material, prefiere desconfiar. En la puerta de su casa tiene la tabla donde esmerila y lija unos listones de mármol de metro treinta que serán bordes de escalera del hotel en que para la familia Maradona. El vecino de Costa, Nelson Burgains, se va en bicicleta a trabajar al mismo lugar donde hace cuarenta años estuvo la villa. Pasará toda la tarde cuidando autos, pendiente de las propinas de los extranjeros del Conrad. El mar está muy cerca y muy lejos de la villa. Sólo lo frecuentan a diario los que sacan mejillones. Es difícil para el resto. Las playas son públicas pero las ropas y el color de las pieles suelen dejarlos afuera. Tres peones golondrina, venidos de Artigas, a 750 kilómetros, toman la fresca en la puerta de un rancho. No quieren fotos porque se han instalado ilegalmente por el verano. Es sábado y no hay más programa que mirar los árboles ladeados y discutir sobre cuál es el más peligroso de todos. A pasos, sentada sobre el tronco de un eucalipto que cayó al costado de su rancho, Sandra Yané, 30, dice que las mujeres de la villa no van al mar porque entre tanto rico da vergüenza el cuerpo y la ropa. Ella escapa de la tarde bajo los árboles muertos, frente a un televisor blanco y negro donde pasan un documental sobre la reproducción de los pájaros.
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