Por James Neilson |
Hace un par de décadas la Argentina estuvo entre los países más nacionalistas y más antinorteamericanos de América latina; en la actua-lidad, es con toda probabilidad el único que no titubearía en adoptar el dólar si las circuns-tancias lo aconsejan. El máxi-mo responsable de esta situa-ción no es Carlos Menem sino Raúl Alfonsín, el mandatario que se las arregló para conven-cer hasta a los plomeros y mu-camas que les convendría co-brar por sus servicios en dóla-res estadounidenses. Por eso, la idea de formalizar la dolari-zación parece menos extrava-gante de lo que la oposición finge creer: nadie ignora que con la convertibilidad el peso es una suerte de bono cuya supuesta fortaleza se debe a la conciencia de que su eventual extinción cambiaría muy poco. Pero aunque la independen-cia del peso, similar a la de aquellos billetes de banco escoceses que pueden usarse en el norte del Reino todavía Unido, sea simbólica, esto no quiere decir que carezca de valor. Como otros símbolos del mismo tipo, la moneda nacional debería contribuir a hacer de la Argentina una comunidad, la cual es mucho más que una mera zona económica. He aquí el motivo principal, acaso el único que sea digno, por el cual hay que preocuparse por el proceso de desnacionalización, este corolario inevitable de la globalización, que ha estado cobrando cada vez más ímpetu desde los desastres de los años setenta y ochenta. En muchos sentidos, los cambios económicos, políticos y culturales impulsados por la globalización han sido muy positivos. Lo que no ha sido positivo en absoluto, empero, ha sido la ampliación de la brecha, que ya era anchísima, que separa a quienes se sienten cómodos en el nuevo orden de los atrapados en el anterior. Hoy en día, la mayoría de los dirigentes, trátese de menemistas o radicales, izquierdistas o liberales, está anímicamente más cercana a Nueva York o, en el caso de los embelesados por el Mercosur, San Pablo, que a Jujuy, Salta o los barrios destartalados del conurbano bonaerense. Casi todos hablan de solidaridad, pero a lo sumo son paternalistas que sospechan que realmente deberían estar haciendo algo para dar una oportunidad a sus compatriotas hundidos en la miseria. Incluso los que rabian contra el neoliberalismo privilegian en su propia vida y en sus empresas u organizaciones la lógica de lo que condenan por inmoral, adoptando novedades tecnológicas que además de ser útiles eliminan fuentes de trabajo y, lo que es peor, protestando contra la presión impositiva como si existiera otra forma de redistribuir el ingreso antes de que los excluidos actuales hayan dejado de existir.
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