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OPINION

Tango Judío

Por Daniel Goldman


t.gif (67 bytes)  Entre tantas notas acerca de la histeria que vivimos con el efecto Banana, el alza de la Bolsa y el temor de catástrofes en nuestra economía, Julio Nudler recluta tiempo para dedicarle a una pasión que se cruza en la esquina de dos calles: Tango y Judío.
Aunque todavía no tengo edad para la nostalgia, el libro de Nudler despertó en mí una búsqueda cubierta por tanto polvo desde que me exilié del barrio de Flores, el cual me vio nacer y crecer, jugar al fútbol con los pibes árabes, recibir el primer beso, y agarrarme a trompadas por tan poco tango y tanto ser judío. En mi casa, hogar de inmigrantes de la posguerra no es escuchaba tango ni se tomaba vino al mediodía. Sólo a mi viejo se lo oía entonar desde el taller de confección, páramo donde se ganaba la vida y en donde colgaba un almanaque con la cara de Gardel, “que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé”... Después de tanto holocausto y soledad en el mundo, este Discépolo le quedaba a medida, como sus trajes. Mamá me enseñaba que el tango no era cosa de judíos. Arrabales y milongas, mujeres y borracheras no eran nuestro, gente agradecida al país, aunque a veces nos sintiéramos medio de prestado (casi el mismo sentimiento que deben tener los inmigrantes ilegales del decreto presidencial). Esta sensación se acentuaba más cuando te sometían al dilema existencial: Judío o Argentino. Pero de pronto, algún que otro tango se colaba en los encuentros con los grupos de la escuela judía; y hasta melodías de tangos famosos con letras que mezclaban el idish con el español. Entre ellas recuerdo una que hablaba de un casamiento judío en donde el guefilte fish se amalgamaba con el licor Ocho Hermanos. Hasta ahora creía que había sido invención nuestra, pero Julio Nudler me enseñó en su libro que estos tangos en cargada y esta suerte de idioma ya tenía su nombre y hasta su propia literatura y exégesis. Se llama Valesko y ya era usado a principios de siglo. En fin, leer historias extraordinariamente tiernas de inmigrantes que llegaban con sueños, violines y músicas de otro continente, que al sentir que el mundo era su hogar y Buenos Aires una expresión de ella, profundizaron este nuevo arte que se les abría a las almas y oídos. Este libro, con los recuerdos vividos (y no la nostalgia) me ayuda a sortear esos dilemas de antaño en donde lo judío se complementa con lo argentino, a pesar del antisemitismo, las bombas y la falta de justicia. Por esto me permito pedirle a Julio Nudler: ¡¡más tango judío, maestro!!
* Rabino.

 

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