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De la estupidez

Por Juan Gelman



t.gif (862 bytes) Kant habló en su Proyecto de paz perpetua de “los vericuetos astutos empleados por una sabiduría inmoral”. Fue hace dos siglos y cabe preguntarse cómo el gran filósofo alemán describiría hoy los extremos que esa clase de sabiduría toca. Clare Montgomery, la abogada defensora de Pinochet, no vacila en proclamar que la tortura “puede ser un acto de Estado” y que “si la cometen quienes ejercen esa actividad oficial, se trata de un acto de gobierno protegido por la impunidad”. El gobierno Menem tampoco duda en manipular estadísticas para culpar de la falta de seguridad a los inmigrantes “bolitas”, “peruchos”, “paraguas”, “yoruguas”, “chilotes” y demás. Números y palabras encubren realidades inmorales y son, por ende, más inmorales que éstas.na32fo01.jpg (12094 bytes)
Los argumentos de la letrada inglesa rozan la estupidez desnuda, pero sería un error suponer que la estupidez es apenas un estado elemental, propio de mentes simples. A la abogada le pagan 18.000 dólares por día para sacar al dictador de la desgracia. Posee, por lo visto, una inteligencia muy cotizada en el mercado jurídico, ¿pero quién dijo que la inteligencia no puede ser estúpida? En esta época de globalización, la estupidez del poder es un fenómeno complejo que asoma en los lugares más inesperados de su saber presunto.
La estupidez de esta índole, pariente íntima y complementaria del engaño, llevó hace muchos años al Nobel francés Charles Richet a proponer que la categoría homo sapiens se rotulara en adelante homo stultus (hombre tonto) en la clasificación de las especies que Linneo construyó. El científico galo pensaba que los animales suelen ser más lúcidos que el hombre; parafraseándolo, se podría decir que un mono es capaz de aprender a jugar al criquet como un inglés, pero la inglesa es incapaz de comprender que la tortura es una de las acciones humanas que más atentan contra la dignidad humana y que “en ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como el estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia política como justificación de la tortura” (artículo 2.2 de la Convención de las Naciones Unidas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, que Chile ha incorporado en su orden jurídico interno).
El diccionario de la Real Academia explica que la estupidez consiste en una “torpeza notable en comprender las cosas”. Parece una definición caduca. La correspondiente a nuestro grado de civilización tal vez sea que la estupidez es una perversión notable en nombrar las cosas. El concepto de “extranjerización del delito” propinado por el señor director nacionalde Migraciones responde perfectamente a esa caracterización: se aplica a extranjeros pobres, pero no a las autoridades que remataron las riquezas del país .-acumuladas a lo largo de muchas décadas de trabajo argentino– y las entregaron a manos extranjeras. Se trata de la mayor “extranjerización del delito” que conoce la historia nacional. A un orden parecido pertenece la afirmación del señor gobernador de la provincia de Buenos Aires, quien profirió que es absurdo pensar que el homicidio de José Luis Cabezas ha naufragado en la impunidad: “Están presos y confesos -.aseguró– los que participaron” en el crimen. Bien decía el novelista austríaco Ernst Weiss que “para los estúpidos, hasta Dios es estúpido”. Las manifestaciones que exigen castigo para los asesinos de Cabezas, para los terroristas anónimos que volaron la AMIA, para los terroristas uniformados que desaparecieron a 30.000 personas, muestran que la estupidez no es el plato preferido de los argentinos.
Es ingenuo suponer que la estupidez es ingenua: transporta una buena dosis de maldad. La estupidez del poder comporta una ruptura de los lazos que unen la razón a la vida, y es ése el rasgo dominante de la globalización neoliberal que soportamos. Una entidad abstracta, el mercado, bendecida con el adjetivo “libre”, rige la vida del planeta, acrecienta la miseria, destruye la Naturaleza, impone un mundo cada vez más separado de la subjetividad. Los autores de esa abstracción se enriquecen como nunca, satisfechos de la enorme estupidez que han inventado. Pero cualquier filosofía de la estupidez encalla en un hecho cierto y aun verificable: no somos cosas.

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