|
Por Osvaldo Bayer desde Bonn Me fui hasta la ventana, la nevazón disimulaba los árboles y los había convertido en espíritus, todo brazos, sin caras. Había releído toda la noche El ojo de la patria. Mi mejor libro, me dijo Soriano, en la vidriera de La Quimera, en Belgrano, en aquella primavera del 93. A mí me gustan Triste, solitario y final y Cuarteles de invierno, le respondí. No me contestó. Pero después agregó: Tenés que renovarte. No sé por qué el lunes pasado alguien había puesto sobre la mesa redonda del escritorio El ojo de la patria. Lo tomé. Lo leí todo. Por la ventana vi que dos hombres pisaban la nieve virgen de la calle. Uno lo seguía al otro, a cinco metros de distancia. Sí, se venían. El timbrazo sonó en la casa dormida. Les abrí con desagrado. ¿A esta hora? Sí. (Zas, me dije, los de El ojo de la patria. Soy lento, pero los reconocí de inmediato, claro, si los acababa de leer. Julio Carré y Pavarotti, en mi casa y a esta hora. Julio Carré me miró con tristeza y con desgano me recitó: Les sanglots longs / des violons de lautomne / blessent mon coeur / dune langueur monotone. Verlaine le dije, para ganar tiempo. Me va a tener que acompañar me dijo en tono de cantinela. No sabía qué actitud tomar, si mandarlos al diablo o seguirlos por curiosidad. Triunfa lo último. Los hago pasar, pero que no me fumen. Me miran con desprecio. Me visto y salimos. (A éstos me los mandó el Gordo, pienso, y ya caigo en el prejuzgamiento de que nada es cierto sino sólo mi imaginación.) Típico Soriano, nunca voy a saber si vivo la realidad pienso, si sueño o es una puesta en escena. Porque su imaginación, su cosa imaginada es creíble, o nos gusta creerla. Vale la pena seguirlos a estos dos. Claro, los ha mandado justo para hacerme dudar. Hace una semana que vinimos a preparar todo me dice Julio Carré. Bueno le digo, pero dígame a dónde vamos. Nosotros me dice Carré con displicencia nunca decimos el lugar exacto, por las dudas. Nunca se sabe... Ninguno de los dos responde. Me siento solo y el viento y la nieve me silban una sombra ya pronto serás. Adivino adónde vamos, a la iglesia de Martin, el santo, un lugar que hubiera elegido Chandler. Me divierte desde ya saber que la vamos a encontrar cerrada. Pero no, está abierta, y desde afuera se oyen melodías de órgano, algo como un vals vienés o un minué. El interior está iluminado y en sombras. Un cura pasa apurado y dice algo como ¿destino? que suena a purgatorio. Recuerdo la escena y me digo, ya en clima: El Gordo es una maravilla, ha preparado todo. Tal cual, me toman de atrás, me doy vuelta y el abrazo y las risotadas. Nos sentamos en el primer banco frente al altar mayor. Julio Carré se va a confesar con el cura. Pavarotti lo sigue a cinco metros. La escena es perfecta. Tal cual. Te visité en todas partes me dice Soriano, te vi en Essen, en Berlín, en Koenigswinter, en Bad Honnef, en Belgrano y me faltaba Linz. Pero no vine a visitarte, vine por otra cosa. Estoy investigando un tema que enlaza a San Lorenzo de Almagro con la Edad Media y un espía alemán del Káiser. Que está acá, en Linz, justamente en Linz Y me mira como para probarme. Yo lo conozco y por eso me mantengo alerta. Lo de siempre: está imaginando o es todo cierto. Porque siempre que me ha relatado proyectos futuros insiste en que son historias verídicas. Lo miro indeciso. Otra vez me va a poner en la situación de que no le crea para creerle cada vez más. Y ya está, comienza su oficio de fabulador verídico en el primer banco de la iglesia de Sankt Martin en Linz, a medianoche de un panorama nevado, con dos espías maltratados por el tiempo y un cura que carraspea por el tabaco. ¡Buen comienzo, Marlowe! Soriano hace un círculo con el pulgar y el anular y me hace preguntas como a un amigo que no ve desde hace mucho: ¿Vos te acordás cómo formaba San Lorenzo en la década del treinta? -Sus ojos me miran como para no perdonarme el menor desliz. Eh... sí tartamudeo, al arco, Gualco, de fulbacks, Tarrio y Gilli. Ahí me paro. Me falla la memoria. Trato de seguir: de las líneas de halfs, al medio iba Scavone. Ahí me quedo. Termino diciendo: y adelante, de insái izquierdo, Chividini, gran gambeteador, a quien vi jugar de pibe en Unión de Santa Fe. ¡Justo, Chividini! dice Soriano orgulloso de mí, casi en una expresión de gol. Chividini, vos lo has nombrado. De él estoy buscando sus antepasados. En el siglo dieciséis, un alemán, Hans Otto Chividini, bucanero y espía de Rusia, llegó a aguas del Río de la Plata y navegó por el Paraná. No, no le digo en voz baja, para pararle la imaginación y para que se dé cuenta de que esta vez no caeré en pura fantasía sorianiana. Chividini fue un jugador de fútbol santafesino, hijo de tanos y de criollos con sangre guaycurú, nada de Hans Otto. Ya caés en la fantasía me dice Soriano con sonrisa comprensiva, tomemos siempre la realidad, la literatura nunca va a superar a la realidad, porque es impotente ante ella. Digo: Hans Otto Chividini llegó con Gaboto, estuvo en la fundación del fuerte de Sancti Spiritus. Bueno, ahí parece ser que se enredó con una moza gaycurú, la más hermosa de la tribu. La embarazó y, por supuesto, se largó por su cuenta. No se sabe cómo, y aquí está lo importante baja la voz para que lo escuche. Parece ser que Hans Otto Chividini por sus medios fue el primero en llegar al Perú, de ahí, a la Patagonia y muere rico en Linz, aquí. Se dice que su familia tiene documentos fabulosos. Pongo todo esto en tus manos. Le respondo terminante ante lo que me parece más que descabellado: Yo no puedo ir al archivo y preguntar aquí por un señor Hans Otto Chividini. El archivero me corre con un cañón Berta. Soriano me mira sonriente, se pone el habano apagado en los labios y por la comisura me suelta: No te des por vencido ni aún vencido, Almafuerte. Lo miré y pensé: claro: Gaboto, la historia de Indias, el zar de Rusia, San Lorenzo de Almagro, la Patagonia y final en el Rhin. Completo. ... A pesar de que todo esto ocurrió anteayer, no puedo recordar lo que siguió. Sólo sé que me encontré de pronto solo, en la profunda oscuridad de la iglesia de Sankt Martin, con lágrimas en los ojos, y un concierto para flauta de Telemann en los oídos. Ayer, intrigado volví a Sankt Martin, pero no los encontré. Salí y caminé por el viejísimo cementerio. En la parte más antigua una tumba estaba abierta, vacía. Apareció de pronto un jardinero. Y sin más le descerrajé: Esta era una tumba viejísima. El hombre sin hesitar me tiró al cuerpo: Sí, la removimos ayer, hacía medio siglo que nadie pagaba por ella. Qué... habría sólo huesos... Sí, y un cofre con papeles viejos. Pero se deshizo todo, quedaron sólo trozos minúsculos de papel, negros de puro amarillos, y se los llevó el viento. El hombre me mira con ojos como chispas. ¿De qué familia era la tumba? Jifidini me dice. Lo pronuncia en alemán. Esta mañana el sol luchaba en la ventana con la nieve caída. Era todo rojo y azul. Me levanté y miré el calendario: 29 de enero.
|