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Por Cecilia Hopkins Considerado el primer antecedente de la novela de aventuras, la picaresca se originó en España en el siglo XVI, siendo El Lazarillo de Tormes, de autor anónimo, la obra más antigua que se conserva de este género. Usualmente incluida como lectura obligatoria en los programas del secundario, la novela narra en primera persona las peripecias del pequeño Lázaro, un niño que debe sobrevivir sin el apoyo de nadie, ganándose la vida en las calles de Salamanca (junto al río Tormes) sirviendo a diferentes amos: el primero de todos es un ciego, y de ahí proviene, precisamente, el nombre de lazarillo para designar al acompañante del no vidente. Lázaro crece sufriendo los sinsabores que le depara el duro aprendizaje de la calle, abandonando su natural inocencia y buena fe para volverse ladino y desconfiado. Desde su experiencia hace una crítica a su época, descubriendo los dobleces y mezquindades de clérigos, hombres de armas y comerciantes. Su carácter a la vez festivo y crítico fue la causa de la popularidad de que gozó esta obra en su tiempo. Fue el libro de todos -escribió el investigador Julio Cejador. Aventureros y merchantes lo llevaban sin falta en la faltriquera, como en la mochila trajineros y soldados. Lo tenían tanto pajes y criados como señores y clérigos en sus recámaras. Fundada hace siete años, la compañía Juglares acaba de estrenar un espectáculo inspirado en este texto narrativo. Pero, a juzgar por las características de la versión firmada por el director Pablo González Casella, también parece haberse inspirado en la versión que el actor y director de cine español Fernando Fernán Gómez realizó para el unipersonal del madrileño Rafael Alvarez El brujo. Aquel espectáculo llamado Lazarillo de Tormes, a secas, estrenado en el Cervantes hace unos años también presentaba, como éste, las aventuras y desventuras del pícaro salmantino como si estuviese compareciendo, ya mayor, ante un tribunal, que en aquella propuesta era solamente imaginario. En la versión de González Casella, Lázaro (interpretado con gran riqueza de recursos expresivos por un incansable Roberto Cortizo) también se esfuerza por responder a los cargos que un magistrado (aquí interpretado por José María Marcos) le endilga por vagancia, mendicidad y blasfemia, entre otras razones. Enmarcado de este modo, el largo relato tiene el sentido de poner en evidencia el carácter injusto de la ley, que siempre termina ensañándose con los marginados y desprotegidos. No obstante, el espectáculo que se vería favorecido si suprimiera algunas de sus escenas para lograr una síntesis mayor cuenta con un recurso original. El músico Jorge Corti le brinda un apoyo fundamental al relato que produce Cortizo en su trabajo de pasar de un personaje a otro, manipular objetos imaginarios y variar el punto de vista del protagonista según la edad que cuenta en cada anécdota. Utilizando flautas y percusión, el músico está pendiente de cada detalle de la narración, encontrando para cada momento una traducción sonora adecuada.
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