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Panorama Politico
Sin justicia ni estabilidad
Por J. M. Pasquini Durán

Hace menos de cuatro meses, el 3 de octubre último, Fernando Henrique Cardoso fue reelecto con el 52 por ciento de los votos brasileños. Lo apoyaron los más pobres (63 %), los ancianos (59 %), los menos instruidos (62 %) y las pequeñas ciudades (65 %), además de los ricos. Al momento de la votación, hacía dos meses que había comenzado una fuga de capitales, a un ritmo de 500 millones de dólares por día. Los economistas vaticinaban un severo plan de ajuste postelectoral, pero descartaban devaluaciones del real o ataques inflacionarios. Los más pesimistas advertían sobre la refinanciación parcial, alrededor de 25 mil millones de dólares, de la deuda pública. El diagnóstico, en resumen, era: crítico, pero estable.
En The Miami Herald, el afamado columnista Andrés Oppenheimer explicaba los motivos de la derrota del centro-izquierda: “Lula ha tenido la mala suerte de competir con un presidente cuyo Plan Real ha logrado domar la inflación durante los últimos cuatro años y que recibe elogios a granel en Estados Unidos, Europa y América latina”. En su comentario del 5 de octubre, titulado “La lección de Lula”, advertía a las coaliciones de centro-izquierda en América latina para que abandonaran las ideas y las palabras de la izquierda, porque son perdedoras. Con el 34 por ciento de los votos, Lula fue contundente en el balance: “Las víctimas votaron a su verdugo”.
La mayoría del electorado temió que un cambio político pusiera en peligro las conquistas del Plan Real y votó por la continuidad. Aunque quedó en pie una fuerte demanda de justicia social: sumando el escrutinio de Lula al de la izquierda “neta” de Ciro Gomez, Brasil quedó partido en dos y polarizado entre la estabilidad y la justicia. Cardoso, que además perdió distritos importantes por derecha y por izquierda, intentó caminar por la cornisa, paso por paso, con el ajuste que le pedían las finanzas internacionales. Olvidó que en el submundo exótico de la periferia (concepto clave de su Teoría de la Dependencia) los megagrupos globales son muy impacientes. A “golpes de mercado” le hicieron entender que hoy en día la economía y la política son relojes con distinto huso horario. El terrorismo económico desbarató ambas ilusiones, la estabilidad y la justicia.
Debió mirarse en el espejo norteamericano para advertir la desvinculación de la economía y la política. Nunca se ha visto tanta miseria moral en Washington y nunca se ha visto tanta riqueza en Estados Unidos. En 1998, el año de la parálisis legislativa y ejecutiva por el caso Lewinsky, la renta media de la familia estadounidense subió a 3500 dólares mensuales, el 97 por ciento de la población adulta tuvo empleo y Wall Street retribuyó 1500 billones (millones de millones) de dólares a 100 millones de ciudadanos que confiaron sus ahorros a fondos bursátiles. No es oro todo lo que brilla, por supuesto: hay 35,5 millones de pobres (más que toda la población argentina) y la deuda pública de Estados Unidos equivale a alrededor del 70 por ciento de su PBI, pero, claro, nadie los obliga a pagarla, como a Brasil, México, Argentina y los otros “emergentes”.
Muchos se preguntan si los socios del Mercosur, en primer lugar Argentina, podrán resistir esta caída del coloso brasileño. Habría que preguntarse, antes, si esa prosperidad norteamericana podría resistir que los mercados latinoamericanos evolucionen comerciando entre ellos o, en bloques subregionales, con terceros países, en lugar de ocupar como siempre el patio trasero del Big Brother. Cada uno conseguirá su respuesta del sencillo sentido común cuando se pregunte a quién le conviene ponerle la cáscara de banana en el camino del Mercosur.
¿Les conviene a sus países miembros, a Europa, al Japón, a quién? Una pista: Washington prefiere el ALCA, una zona de libre comercio desde Canadá a Tierra del Fuego. Otra: el presidente Carlos Menem sostiene quelo mejor para Argentina, y para América latina, es renunciar a la soberanía monetaria y acogerse al dólar, como si fuéramos todos norteamericanos, del mismo modo que los kelpers son británicos. Al fin y al cabo, como dicen el alemán Lafontaine y el francés Strauss-Kahn, ministros socialdemócratas de finanzas en sus respectivos países, “en lo sucesivo, el euro y el dólar serán las divisas de referencia de la gran mayoría de las transacciones financieras mundiales [y] van a dominar el escenario económico mundial”.
Algunos se han tomado la sugerencia de Menem para la chacota, y hacen mal. A lo largo de nueve años ha probado su astucia para convertir en discurso político y en consignas públicas los intereses de conglomerados económicos internacionales. Ha reorganizado la economía nacional en democracia, de acuerdo con las ganancias y las leyes del mercado, con más profundidad y menos conflictos que Martínez de Hoz en dictadura. Es el jefe político indiscutido del neoliberalismo local y un aliado de fierro para Estados Unidos y el Vaticano, a los que sirvió de escudero o de punta de lanza en asuntos que son esenciales para esos centros del poder mundial. Si para conservar la alianza con la Casa Blanca tiene que dinamitar el terreno conquistado por la integración subregional, lo hará sin remordimientos. Con una ventaja a su favor: a nueve meses del final del doble mandato, después de ciento catorce meses de gestión, conserva la iniciativa política y obliga a propios y ajenos a seguirle el paso.
En la contracara de su gestión, el país ha sido maldecido por los ocho “pecados sociales que claman al cielo” que enumeró el Papa en México: “El comercio de drogas, el lavado de las ganancias ilícitas, la corrupción en cualquier ambiente, el terror de la violencia, el armamentismo, la discriminación racial, las desigualdades entre los grupos sociales, la irrazonable destrucción de la naturaleza”. Si alguien tiene dudas sobre la discriminación racial, que repase los últimos argumentos oficiales sobre políticas inmigratorias, que no son nuevas por cierto, aunque hayan querido aprovechar la sensación general de criminalidad para justificarla. Hace algunos años, el Gobierno quería importar europeos del este para mejorar el tono general de la población. Sobre los otros “pecados sociales” hay evidencias de sobra. En cuanto a la dolarización, dos obviedades: Argentina, ni América latina, no es Europa y las relaciones con Estados Unidos son de profunda desigualdad. Para remarcarlo, Lafontaine y Strauss-Kahn aclararon que lo de ellos fue posible “porque, durante la fase de preparación para la Unión Monetaria Europea nuestras economías han alcanzado un nivel de convergencia sin precedentes, con precios bajos y estables y finanzas públicas saneadas”. O sea, todo lo contrario.
El discurso de la oposición no tiene aún agenda propia y, además, está enredado en la misma lógica economicista de la palabra oficial y de los expertos internacionales. La gente del común, los miles de trabajadores suspendidos por la industria automotriz por ejemplo, se pregunta por las cosas sencillas: ¿Habrá más desempleo, devaluación? ¿Qué pasará con los créditos y las tasas de interés? ¿Cómo atender la salud si los hospitales públicos están en ruinas y la medicina prepaga se vuelve inaccesible? ¿Cómo detener a los salteadores sin recursos cuando un juez de la Nación es sorprendido en acto de cleptomanía? ¿Qué hacer con la profunda decadencia de la educación, si los maestros con todo su coraje y determinación no logran conmover la indiferencia de los gobernantes? “No hay una democracia verdadera y estable sin justicia social”, proclamó Juan Pablo II en el mismo texto inspirado por el sínodo de obispos de América.
Nobles y certeras palabras. La cuestión es quién la escucha. Con motivo de la visita papal, el matutino mexicano La Jornada recordó a Primitivo Cuxim Cammal, un indígena maya que habló ante Juan Pablo II en 1993, sobre lo poco que recibían por su trabajo en el campo, cómo los explotaban losque compraban sus cosechas. Habló también de su desconcierto porque les prestaban dinero a los que todo tienen, si eran los pobres los urgidos de apoyo y de su derecho “a ser distintos porque somos iguales”. Seis años después, el mismo Primitivo confesó que hoy debería decir lo mismo pero peor, porque pasó todo este tiempo sin que nada se haya modificado. Los poderosos reverencian al Papa, pero no lo escuchan.
Ninguna solución vendrá de arriba, como las lluvias. La idea de una democracia desmovilizada sólo abre camino a la imprevisibilidad. La economía, que se propuso para sustituir a la política en la conducción de los asuntos públicos, ha probado también su incapacidad para garantizar el bien común y aún para prever sus propias crisis. Jean Daniel, de Le Nouvel Observateur, hace pocos días escribió: “Este fin de siglo se caracteriza esencialmente por una incapacidad cada vez mayor de anticipar, de prever e incluso sólo de presentir. Los acontecimientos que no se han previsto son casi siempre los más importantes”. Y concluyó: “No tenemos más remedio que optar por este recurso extraño que consiste en confiar más en la utopía que en la previsión”. Por su lado, Woody Allen lo explicó así: la prueba de que se puede ser optimista es que uno ya ni siquiera puede prever lo peor.

 

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