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¿Robo de bebés?

 

Por Eva Giberti

t.gif (862 bytes)  Los hijos de los desaparecidos se convirtieron en objetos valiosos para los represores porque al disponer de ellos con carácter de exclusividad inventaron un modo de producción de poder. Por una parte podían decir: “Yo le saco el chico a esa subversiva”, y por otra: “Yo le consigo un chico a Fulano y Zutana que no tienen hijos”.
Arrancarle el hijo a la madre, así como cedérselo a una pareja sin hijos que formara parte dena14fo01.jpg (9624 bytes) cualquier circuito de las fuerzas de seguridad, trasuntaba el ejercicio de un poder incomparable, que incluía a la desaparición de la madre a la que los represores sólo registraron como el recinto biológico de una gravidez.
Lo que les interesaba a los represores era la fundación de una nueva categoría de la cual podrían extraer beneficios y, al mismo tiempo, generar para sí prestigio personal, al distribuir hijos de desaparecidos como parte de un botín. Como si los apropiadores –a los que las fuerzas de seguridad les entregaron hijos de desaparecidos– pudiesen decir en voz alta: “A este hijo mío me lo consiguió la Marina”, o bien: “Yo le debo al Ejército poder tener una familia: si no fuera por ellos no hubiese logrado un chico tan rápidamente”.
No me caben dudas acerca de este pensamiento, y tampoco dudo de la gratitud que sienten los apropiadores hacia esas fuerzas de seguridad; de este modo se produjo un circuito que funcionó y funciona enlazando a represores y apropiadores, mediatizados por mujeres que parían sus hijos en los recintos del horror.
Los represores crearon en sus mentes una clase de niños-objetos imaginados como crías de la especie y no como hijos de una mujer-madre; digo que es una creencia de sus mentes porque los niños y las niñas no pueden ser transformados en objetos, si bien se puede estrangular en ellos la historia de su origen. El ocultamiento de esa historia convirtió a esos niños en víctimas de una tortura que se procesa cotidianamente y la convierte en parte de su identidad.
El reconocimiento de dicha historia significaría identificar el placer que regulaba el secuestro y la entrega de los niños, ya que dichos procedimientos incrementaban el capital simbólico de los represores, o sea, se capitalizaban al mostrarse como aquellos que rescataban el futuro de esas criaturas al ponerlos bajo la protección de los apropiadores. Así fue como merced a esas entregas se prestigió la Marina, el Ejército y la policía, puesto que esos hombres aparecían como proveedores de felicidad en los hogares de las parejas estériles que forman parte de esas fuerzas de seguridad.
El placer por secuestrar y distribuir hijos de desaparecidos se completó por sus características de originalidad y exclusividad: a diferencia de quienes roban bebés para traficarlos, los represores se ocuparon de la misma tarea pero al mismo tiempo hicieron desaparecer a sus madres. Formalizaron un dispositivo que cubría el área del origen de la criatura: al desaparecer al padre y a la madre los represores pretendieron, ellos solos, ocupar el horizonte de ese origen. No contaron con las Abuelas y con las Madres que lograron detener la línea móvil e inalcanzable del horizonte.
Ese dispositivo comenzó por definir a los padres de estas criaturas como enemigos de la patria y continuó con la invención de un discurso que conducía a crear en la comunidad la necesidad de terminar con ellos; discurso que persistió con la justificación de la entrega de estos niños a “buenas familias” para separarlos de su medio ambiente original. El dispositivo estereotipó el tema y no fueron pocos los profesionales que afirmaron que esos niños debían quedarse con los apropiadores para no reiterar el trauma de la separación.
El esquema técnico que asocia el funcionamiento de un dispositivo con la aparición de una disposición, en los miembros de una comunidad, funcionó con eficacia, si se tiene en cuenta que disposición se entiende comoactitud y también como programaciones discursivas; es decir, se habla de este tema –apropiación, secuestro de hijos de desaparecidos– de manera tal que se dice de ellos: “Pobres, ¡qué barbaridad! Pero ahora ya son grandes y son ellos los que tienen que decidir si quieren quedarse con ‘los padres adoptivos’ o conectarse con su familia de origen...”. Con lo cual se falsea nuevamente la situación porque no hay tal adopción, sino apropiación, delito.
Cuando miramos las fotos de los responsables en los diarios, ahora juzgados por el secuestro de los hijos de desaparecidos, esas imágenes no logran traducir ni sintetizar la complejidad del proyecto que estos representantes de las fuerzas armadas diseñaron. La monstruosidad del mismo no está a la vista, circula y circuló en las ideas y las prácticas de estos iconos fotográficos que persisten de otra forma, simbólicamente. Al reencontrarlas en determinados discursos y en los mensajes que emiten los represores cuando son entrevistados, una se pregunta: ¿será necesario volver a leer las declaraciones de los testigos que declararon en el juicio a las Juntas para recordar qué fue lo que estos represores ordenaron? Sería útil hacerlo, pero para el tema que me ocupa es otra la perspectiva que quiero subrayar: los efectos del dispositivo de poder que continúa funcionando entre nosotros: se insiste en hablar, en titular, en declarar, en referirse al “robo de bebés”. Esa es la mejor manera de neutralizar el delito inicial: la desaparición forzada de personas, la desaparición de los padres de estos hijos. “Los bebés”, tal como se los convoca, no se definen porque hayan sido recién nacidos.
Al transformar a los hijos de los desaparecidos en “los bebés” se produce una maniobra semántica que intenta distraer acerca de la responsabilidad que les cabe a los represores respecto de la desaparición de hombres y mujeres: a los hijos de ellos, recién nacidos en los campos de detención clandestinos, se los menciona como “bebés robados”. Esa es la segunda escena; la primera transcurrió en el secuestro y tortura de la madre.
Habrá quien se refiera al tema de modo inconsciente; otros no.
Si bien el delito de apropiación de criaturas es de una gravedad que no caduca tengamos en cuenta que, en otro nivel, no jurídico, la disposición de innumerables ciudadanos tiende a hablar de los bebés, imagen mucho menos inquietante que la de una mujer cuyo parto fue presenciado por quien la torturó durante meses, y en cuyas manos el recién nacido fue transportado hasta una familia integrante de las fuerzas armadas; a la que no sabemos si le parecerá mal que la madre de ese recién nacido haya sido arrojada “en vuelo” sobre las aguas del Río de la Plata, escena final para ella. Pero que abre el telón sobre el nuevo escenario que los protagonistas transitan sin saber que ellos son estos “bebés robados” de los que hoy se habla, hijos que al nacer decretaron, de hecho, la desaparición mortal de su madre. Hablar exclusivamente del “robo de bebés” desliza el horror de la historia vivida que protagonizaron los desaparecidos, hacia la región de los cuentos con hadas buenas y malas y con “gitanos que roban chicos”. Lo cual no podría ocurrir si no se contara con la disposición de algunos ciudadanos que prefieren simplificar y eligen no recordar.

 

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