Mientras el viejo arquetipo folklórico se muestra en franco retroceso, el Festival cordobés mostró dos caras de la renovación, en la que una característica de estos tiempos el marketing puso su marca indeleble. |
Por Fernando DAddario desde Cosquín Es casi una ley natural en Cosquín: los errores, las miserias y las contradicciones que se van acumulando a través de las nueve lunas parecen licuarse hacia el final, como si la realidad perdiera irreversiblemente su batalla frente a la nostalgia anticipada. Al cierre de esta edición, Soledad cerraba la 39ª edición de este festival, y una sensación de cansancio emotivo eclipsaba polémicas eternas y enojos circunstanciales. Es que Cosquín, cuando se viste de fiesta y negocio, potencia los peores sentimientos humanos (envidia, egoísmo, codicia, etcétera), pero al mismo tiempo genera en el plano extrainstitucional un espacio mágico de confraternidad y bohemia, tal vez ilusorio, porque el embrujo de una ciudad liberada por la música no resulta a priori compatible con los rigores de la vida cotidiana. Será por eso que año tras año, en Cosquín se repiten (o se agravan) los errores al mismo tiempo que se renueva la mística, provocando en músicos, periodistas y público, una suerte de atracción fatal de la que nadie quiere ni puede liberarse. Es un embudo. Aquí confluye todo lo que pasó y pasará. Se proyectan grandes negocios y se entierran sueños pequeños. Los balances, entonces, tienden a exceder los límites de un simple festival. Repasando balances de otras temporadas, llama la atención el hecho de que, en general, daban cuenta del estancamiento que parecía haber invadido el ámbito folklórico, algo así como la inmutabilidad de lo poco que se sabía bueno y de lo mucho que seguía siendo malo. Hoy, luego de una mirada retrospectiva, y de un análisis de lo que se vio en estas nueve lunas, habría que reconocer que casi todo se ha renovado en el mundillo folklórico. Y que este año se ha vivido la institucionalización de este nuevo folklore. El oficial y el alternativo. Desde la edad de los músicos y del público, hasta la atención que le prodigan la industria discográfica y los medios periodísticos, pasando por la creación artística, nada es como era entonces. Esto no significa, por supuesto, que las canciones de Los Tekis superen a las del Cuchi Leguizamón. Sí, en cambio, marcan una destrucción del viejo arquetipo folklórico, tanto el del paisajismo gauchesco, como el que reivindicaba un compromiso social y/o político. Hoy las jóvenes esperanzas musicales que fueron moldeadas en escritorios de gerentes de marketing son tan pragmáticos como los tiempos que se viven actualmente: saben, se lo demuestra el público todos los días, que para llenar la plaza Próspero Molina basta con repasar ligeramente el ADN del género y teñirlo con letras románticas que gusten a las adolescentes. Esa lógica utilitaria, que tiene su origen en el incentivo y la consiguiente presión que provoca un éxito (el de Soledad y Los Nocheros, por ejemplo) para los que vienen detrás, permite que sea lícito incursionar en cualquier estilo con tal de movilizar al público. Bailanta, percusión bahiana, murga, vale todo. Allí radica, entonces, la renovación estilística. En ese sentido, puede decirse que Facundo Toro es todo un símbolo. Como también el dúo Coplanacu. Su legitimación en la plaza Próspero Molina, luego de años de peregrinaje underground, marca la pauta de que hay otro camino posible. Así como en el rock hay Pericos y Redonditos de Ricota, en el folklore hay un Facundo Toro y un dúo Coplanacu. El dúo fue creciendo paulatinamente, construyendo un espacio que su público asumió como propio. Esos códigos de mística compartida y fidelidad incondicional no se sustentaron en una propuesta musicalmente rupturista. El quiebre estaba (está) en la actitud. La música es la de siempre (hermosas zambas y chacareras ejecutadas con guitarra, bombo y violín) interpretada con calidad y buen gusto. Habrá que ver cómo reacciona su público (básicamenteuniversitario, bohemio, de clase media y con tendencia a agruparse en ghettos) cuando el crecimiento de la banda genere el acercamiento de la otra gente del folklore. Ese pragmatismo apuntado anteriormente, que tiene como objetivo final el éxito a toda costa, también se manifestó en otro contexto. La pérdida de la idea de que la música puede ser un vehículo de cambio provocó un congelamiento de las pasiones encontradas. Ya no hay, salvo por intereses comerciales, enemigos en Cosquín. Mercedes Sosa y Julio Mahárbiz pueden abrazarse sin que nadie se rasgue las vestiduras. Ambos son vencedores vencidos, que hoy, después de tantas batallas, conviven en nombre de la resignación. Por eso, más allá de las ideologías, y de los dos folklores que compartieron el paraguas protector de Cosquín, el éxito o el fracaso artístico de este festival estuvo supeditado a la actuación aislada de buenos conjuntos o solistas, más que a una propuesta global superadora. Así, entonces, hay que apuntar el show de Mercedes, el Carabajalazo como reafirmación de la cédula de identidad de la chacarera (con el aditamento de la auspiciosa aparición de Roxana Carabajal), el regreso de Teresa Parodi, el talento vigente de Alfredo Abalos, y la recuperación de la figura de Atahualpa Yupanqui, aunque sea en un formato de homenaje casi religioso, ya que resulta imposible tomar como propio su legado y seguir haciendo piedra y camino. La organización del festival, poco conocedora de los códigos folklóricos, también formó parte de este nuevo folklore, utilitario y sin sustancia. Lo mismo pasó el año pasado con Héctor Cavallero, aunque él fue más prolijo que Lowe. Y en definitiva, son empresas de estos tiempos: quieren recuperar su dinero rápido y fácil. No es para caerles con tanto rigor, entonces, después de haber visto a artistas, representantes y buena parte del público sometidos a la misma lógica resultadista.
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