Hace ya más de veinte
años, cuando todavía la palabra globalización no significaba nada, cuando no existían
romances por correo electrónico ni se leían los diarios por Internet, cuando la new age
no acogía a multitudes deseosas de tener espíritu y hacerlo servir para algo, y los
barrios privados eran una excentricidad de ejecutivos neoyorquinos de pelo cortado a
cepillo y esposas rubias y preciosas, el sociólogo italiano Roberto Vacca escribió un
libro, La Edad Media en un futuro próximo, que fue tomado en serio por algunos de los
más lúcidos intelectuales italianos, y por otros como una vaga exageración que se
valía de cuatro o cinco paralelos entre la posmodernidad y el feudalismo.
Haciendo un resumen de la tesis de Vacca, en su momento, Umberto Eco explicaba que, aunque
a la Edad Media original le corresponden dos períodos claramente diferenciados el
que va desde la caída del Imperio Romano hasta el año 1000, que fue una época de crisis
y decadencia, y el que se estiró luego hasta el Renacimiento, marcado por la amalgama de
culturas y sus frutos humanistas, en el paralelo de Vacca es necesario borrar esas
etapas y acelerarlas, ya que en cinco años actuales pueden caber procesos que hace mil
años necesitaban siglos. Y se pregunta Eco: ¿Qué hace falta para construir una
buena Edad Media? Ante todo, una gran Paz que se desmembra, un gran poder estatal
internacional que había unificado el mundo en cuanto a lengua, costumbres, ideologías,
religiones, arte y tecnología, y que en determinado momento, por su propia complejidad
ingobernable, se derrumba.
Lo primero que viene a la mente de un argentino en 1999 después de leer este párrafo,
sobre todo si sacó un crédito hipotecario en dólares o hace negocios con Brasil, es la
globalización, esa eficaz goma de borrar de las nacionalidades, esa moneda de dos caras
que de un lado promovió la fantasía de la integración mundial y metió en la coctelera
a sociedades avanzadas y a sociedades en transición, y por otro provocó una
interdependencia que nadie votó pero que somete las políticas nacionales a ese engranaje
inmanejable que liga resfríos en Tailandia con estornudos en Bogotá.
Sin embargo, y acaso por la propia dinámica de la profecía cumplida de Vacca, en las
líneas siguientes Eco no abundaba todavía en desbordes financieros y crisis
de Bolsas, sino que decía que el Imperio se derrumbaba básicamente por su carácter de
coto privado que no podía costear ni social ni políticamente la resolución de un
problema, el principal: qué hacer con los bárbaros. ¿Quiénes son los bárbaros hoy,
quiénes musitan un lenguaje equivalente a aquel diferente a la lengua oficial del imperio
del que los romanos apenas captaban con claridad la repetición de la sílaba
bar y que representaban en toda su ferocidad lo otro, lo diferente, lo anterior, lo
excluido?
Hace dos décadas estos sociólogos italianos que preveían el formato histórico futuro
se preguntaban si las nuevas invasiones bárbaras vendrían dadas por presión en las
fronteras, saqueos, usurpación de viviendas y puestos de trabajo, si adoptarían un
modelo revolucionario o un lentohoradar de hechos delictivos menores que servirían de
pretexto a su persecución y su represión.
¿Quiénes eran los bárbaros en los siglos de la decadencia imperial, los hunos,
los godos, o los pueblos asiáticos y africanos que implicaban el centro del imperio en su
comercio o en sus religiones? Lo único que estaba desapareciendo concretamente era el
romano, de igual forma que hoy está desapareciendo el hombre liberal, empresario de
lengua anglosajona, que había tenido en Robinson Crusoe su poema primitivo y en Max Weber
a su Virgilio, decía Eco.
Hoy, con la crisis de Brasil golpeando a la puerta y con las razzias implacables a los
inmigrantes ilegales en este país del fin del mundo, con la pertinaz defensa de un ser
nacional esquivo y patético y la sensación de inseguridad milenarista acelerando cada
pulso, cada paso, la profecía de Vacca resuena y deja abierta una pregunta: si después
de la decadencia vendrá otro renacimiento, o si el paralelo sólo alcanzará para
explicar el color de las ruinas.
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