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Por Cristian Alarcón desde Cabo Polonio Todavía se llega al Cabo sólo caminando cuatro horas, o en carros tirados por caballos, en jeeps, o en camiones como dromedarios. Sigue el Cabo teniendo un olor de muerte de lobos que al comienzo molesta pero pronto no se percibe. Y conserva el Cabo sus encantos de lugar aislado, de silencioso pueblo sin trazado de calles, donde las noches están llenas de estrellas asibles. Al atardecer los pescadores se ocupan de su faena, continúan sacando grandes tiburones. Un grupo juega al voley playero. Muchos leen tirados en la arena, o apoltronados en las sillas del bar Zapata. Dos chicos pasean en alazanes. Se recortan sobre los colores terrosos del Cabo las siluetas de no más de cien ranchos de dos aguas, en blancos griegos o pasteles burgueses. Un pintor porteño, Lucas Rossini, dibuja con carbonilla el paisaje, piensa llevárselo a Buenos Aires. Desde Montevideo se viaja a Polonio en un micro que demora más de cuatro horas para recorrer 262 kilómetros. Antes de llegar a Valizas, el pueblo de pescadores posterior al Cabo, sobre la Ruta 9 ya hay banderas de colores que anuncian una entrada hasta el mar y estacionamientos para los que llegan en auto. En la época de oro, los ochenta, cuando comenzó a proliferar el turismo especialmente el argentino el gran personaje era El Francés y sus dromedarios. Era un ex legionario que llevaba a los forasteros por la orilla del mar, cruzando los médanos, con una producción que incluía además del paisaje agreste, canciones de Pink Floyd saliendo de sucios parlantes. Ya no se puede hacer ese camino. Se cuida la reserva de dunas, casi única en el continente, pero se entra por entre bosques. Las tardes de este verano han estado ciclotímicas, nadie las entiende. Pero no es necesario tener consecutivos días iguales ni despertadores en el Polonio. No ha llegado aquí la energía eléctrica. Tampoco el agua, más que el de pozo, y el gas en garrafas. (Se puede beber de grandes provisiones de agua mineral, y lo necesario para los baños y las duchas se consigue almacenando agua de lluvia. Algunos gozan de bombas, el máximo de complejidad.) No queda otra que dejarse llevar por el ritmo natural. El crepúsculo se impone con una contundencia que no conoce la ciudad. Los medios tonos de la caída del sol pueden verse sobre el mar que ha sido celeste profundo todo el día y comienza a tener reflejos dorados. Pueden apreciarse entre los ranchos y los pocos almacenes y puestos de artesanos. Se los admira sólo con sentarse en una porción de césped, al costado de un camino desparejo de arena, frente a un bar hippie que se llama Plan B, donde entre bicicletas de una sola rueda y piruetas tres malabaristas divierten a una cincuentena de chicos y padres en el cumpleaños de Antú, un nene que ríe fascinado. Al Cabo se llega por la Playa Mansa. Si se camina hacia el sur aparece la punta rocosa donde hace tres décadas ilumina un faro de 25 metros. Del otro lado se extiende La Brava, donde van a morir los lobos marinos. El cabo tiene una de las reservas de lobos más importantes de Sudamérica. Si se sigue la ronda aparece La Taberna. Es el lugar donde se reúne más de la mitad de los polonienses, de siempre, o nuevos, cuando ya son más de las tres de la mañana. Se baila y se bebe cerveza o caipirinhas. También se puede ir a comer pescado de la zona y a escuchar buen jazz al bar Duendes, donde suelen exponerse cuadros y leerse poesías. En Plan B por las noches hay guitarreadas. Uno de los malabaristas es el líder de una banda de rock uruguaya. Se escuchan unas canciones tranquilas como mezclas de Manal y los temas romanticones de las bandas nuevas. Dos chicos arman sentados en un rincón, mientras se juega un partido a las cartas en una mesa. Tienen unas caras de relajados que los distinguen. Ella dice tener un duende. Se lo han tatuado en un brazo. El, Alejandro, no pasa los 17. Ella, Culebra, tiene 20. Vienen viajando hace demasiado rato, pasaron por muchos sitios en Brasil antes de parar a acampar en el Cabo. Ayer salieron a caminar por la orilla del mar, rumbo a Valizas. Como suele ocurrir en estos días, había llovido. Se encontraron por loconsiguiente con un campo sembrado de cucumelos. Prepararon ollas de té de hongos y lo llevan encima. Ambos son de la zona de carperos, junto a la cañada que queda a tres kilómetros por la Mansa. Es la zona donde quedaron recluidos los mochileros después de la prohibición de acampar en el Cabo. Este año tiene un nuevo problema. Nunca en Polonio había habido policía. Este verano el gobierno ha mandado cuatro. Y en la repetición del eterno esquema, los que pierden con la ley aquí son los carperos. El progreso en términos de confort no ha llegado al Cabo, aunque la mayoría de sus habitantes desearía tener luz para las heladeras en verano, para los televisores en invierno, para que la música no salga solamente de los tres bares del pueblo, vía generadores. Desean la energía para esas cosas, y para el invierno. No es que quieran calles o luminarias. A la noche se gastan cientos de velas. Para caminar alumbra la luna. Para evitar tropezones, en caso de extrema noche cerrada, puede tolerarse el uso de una linterna. La mayoría aquí goza de la oscuridad obligada, creen que más que un haz para evitar caerse sería un pecaminoso abuso urbano.
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