Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


PANORAMA POLITICO
Divididos por Lombroso

Por J. M. Pasquini Durán

El médico italiano Cesare Lombroso (1836/1909) ganó fama con la peregrina teoría que vinculaba ciertos datos de la biología, entre ellos la apariencia de las personas, con la criminalidad. El miedo al Otro, al forastero, según los historiadores medievalistas, fue uno de los terrores sobresalientes al final del primer milenio cristiano. El Holocausto en el siglo XX dio curso a la tradición aberrante.
Hay otra tradición, fraternal y humanista, que inspiró a los constituyentes de 1853 para incluir en el preámbulo de la Carta Magna la invitación “a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino”. La Declaración de Derechos Humanos de 1948 les dio categoría universal a esas escrituras dispersas que, por supuesto, fueron insuficientes para impedir las segregaciones, pero abrieron un espacio para la acción legal y cívica en contra de ellas. Así se pudo comprobar en estos días en España donde, al igual que en casi todo el mundo, la inmigración ilegal pone a prueba a poderes y sociedades.
En Madrid, a fines de enero, centros de salud pública les negaron atención a doce niños porque eran inmigrantes indocumentados, lo mismo que sus padres. La intervención rápida de la fiscalía madrileña y la reacción pública obligaron al gobierno, el jueves pasado, a otorgar tarjetas sanitarias a todos los chicos indocumentados o “ilegales”, y hasta se dice que las extenderán a los padres. “No es generosidad –editorializó bien El País–, sino la actitud lógica de una sociedad democrática. No es el caso de la política oficial argentina, que todavía prefiere las teorías de Lombroso.
Lo que era una actitud discriminatoria de los porteros de locales de baile –”si es morocho o mal vestido, no entra”– ha devenido criterio de Estado. Ni sobra crimen ni falta trabajo por culpa de los inmigrantes sudamericanos, con o sin papeles. La explicación hay que buscarla en las consecuencias de la pobreza y la marginalidad. Peruanos, bolivianos, paraguayos, así como a principios de siglo eran italianos, judíos y españoles, abandonan tierra y familia en busca de nuevos horizontes, lo mismo que miles de argentinos que se apiñan en los suburbios de media docena de ciudades o emigran a otros países.
“¿Qué científico puede explicar el 80 por ciento de pobladores pobres en Venezuela, que es principal abastecedor de petróleo latinoamericano a Estados Unidos?”, preguntó el flamante presidente Hugo Chávez en su discurso inaugural, con la fuerza de la aplastante mayoría que lo eligió. Y advirtió: “Esto tiene que terminar, antes de que la bomba social explote”. Lo ovacionaron sus votantes en las calles y lo alabaron en los salones. The Miami Herald recogió en la crónica de su enviado especial a Caracas un comentario de Bill Richardson, jefe de la delegación de Estados Unidos: “En muchas áreas [Chávez] es, potencialmente, un líder hemisférico”.
Mucha gente está impresionada por el venezolano, aunque su futuro sea por ahora un enigma. Su discurso es inflamado, impactante, y rememora otros tiempos de la región, aunque tal vez sea más apropiado para esta hora latinoamericana que las terceras vías europeas. En todo caso, esos mensajes que buscan la diferencia prueban la irremediable fatiga del eficientismo de mercado sin humanidad. Esa economía que desgarró a la sociedad sin compasión, polarizándola entre una isla de fantasía para ricos y un océano de naufragios para pobres, viejos y nuevos, hombres y mujeres, ancianos y niños, con o sin trabajo.
Al subordinarse al mercado, en lugar de domesticarlo, la política también se vacía de gente. Nadie lo dijo mejor que el ministro Carlos Corach cuando explicó ayer que para ocupar un lugar en el Senado nacional no necesita de ningún apoyo popular, porque le alcanza con la verticalidad partidaria. O sea, una orden de Carlos Menem en lugar de millones de votos. El método que habilita al partido de la segunda minoría a designar un senador por provincia fue acordado, hasta el 2001, por los constituyentes oficialistas y opositores en 1994, porque a Raúl Alfonsín le falló el horóscopo: pensaba entonces que su partido no volvería a ser mayoría en el siglo XX y era una manera de equilibrar el número del gobierno. Al final, fue agua para el molino menemista.
Al mismo molino van las aguas que dividen a la gente, entre los que no tienen otra cosa que sus desesperaciones y los que pretenden mantener lo que pudieron conseguir en otro tiempo. A diario, hay escenas de casas tomadas en las que los contrincantes son pobres viejos contra pobres nuevos. En cualquier caso, los propietarios usurpados no pueden pagar guardias privados y los usurpadores son víctimas y cómplices de aprovechadores del desamparo impotente. El recelo y la sospecha, el terror medieval hacia el diferente, emponzoñan la convivencia, en un patético retorno a las alucinaciones de Lombroso.
Así, inmigrantes y nacionales, hospitales públicos y medicina prepaga, educación pública y privada, propietarios y sin techo, empleados y desempleados, industriales e importadores, campo y ciudad, centro y periferia, megacorporaciones y pymes, productores y especuladores, son parte de una lista interminable de antagonismos, que descoyuntan a la sociedad en facciones sin destino. La injusta distribución de esfuerzos y beneficios atomiza a la sociedad de tal modo que la demanda de los políticos por políticas de Estado unificadas suenan como plegarias en el desierto. “...Nos falta una idea nacional. La gente debe comprender qué intenta construir. ¿Qué sentido tiene ser democrático cuando ni siquiera se puede cobrar el sueldo?”, respondió el famoso cineasta ruso Nikita Mijailkov, cuando le preguntaron sobre sus opiniones de actualidad como uno de los posibles sucesores de Boris Yeltsin. Los que alaban las virtudes de Nikita las describen así: “Confía en sí mismo, tiene carisma y es un triunfador. Es capaz de beber un vaso de vodka sin embriagarse, baila bien y puede hacer el trabajo de un hombre”. Por lo visto, Chávez también podría ganar elecciones en Rusia. Ni una palabra sobre sus ideas o sus ilusiones, ni mucho menos sobre sus posibles programas de gobierno. ¿Serán así los nuevos líderes en donde campea la miseria? ¿Acaso las ideologías de los D’Alema, Jospin, Schröder, son para sociedades satisfechas?
Estas preguntas rondan las interminables encuestas sobre intención de voto que semana a semana intentan pronosticar el futuro electoral argentino. Ninguna de ellas, por supuesto, puede ir más allá que una intuición instantánea, a tantos meses de los comicios y en el siglo de lo imprevisible. Los que se entretienen con esos anticipos deberían recordar que la certeza sobre la victoria bonaerense de Fernández Meijide apareció recién un par de días antes de aquel 29 de octubre.
Algunos se dejan llevar, sin embargo, preguntándose, con asombro o con ira, sobre las lealtades de los desafortunados con quienes los abandonan a su mala suerte. Quizá valga la pena buscar respuestas en las historias humanas antes que en los tratados. A propósito, al contar su niñez sin padre, educado en un miserable barrio periférico de Argel por una abuela ignorante que lo castigaba duro y una madre exhausta por su trabajo en casas ajenas, Albert Camus (El primer hombre) hizo esta anotación: “El tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo sólo marca los vagos rastros del camino de la muerte. Y, además, para poder soportar no hay que recordar demasiado [...]. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga”.

 

PRINCIPAL