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OPINION
El obstáculo del voto
Por Luis Bruschtein

Allons enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé”, gritaban los sans coulottes que cayeron en el asalto de la Bastilla el 14 de julio de 1789. Ellos querían ejercer el voto, eran republicanos, y cuando ganaron creyeron que ya estaba todo hecho.
Pero después de ese día de gloria hubo más, porque, humanos al fin: hecha la ley, hecha la trampa y tuvo que haber más días de gloria por cada trampa. Inventaron el voto calificado donde los sans coulottes no podían votar. En Argentina, con la Ley Sáenz Peña, se estableció entonces el voto secreto, universal y obligatorio. Inventaron el fraude electoral y se produjeron revoluciones. Pero las mujeres no podían votar. Y salieron las sufragistas a la calle y protagonizaron más días de gloria. Eva Perón estableció el voto femenino y hubo otra fiesta.
Hubo golpistas y tiranos de todos los colores que se rieron del voto, hubo revoluciones como la mexicana al grito de “¡sufragio efectivo, no reelección!” y hubo filósofos que llenaron bibliotecas discutiendo el escalón más alto alcanzado en la historia de la humanidad expresado en una fórmula tan sencilla como la de la relatividad: Una persona = un voto. El salto del mono al sabio, del macho más fuerte de la manada al Presidente, encerrado en una ecuación elemental que costó siglos de sangre, sudor y lágrimas.
La historia del voto tiene algo de darwiniano en el sentido de que el desarrollo se produce más por los errores que por los aciertos. Tiene que haber muchísimos errores para que de carambola se produzca el acierto. Por eso, las fórmulas más geniales son las más sencillas, a las que se llega después de una larga historia de salidas complicadas y tropiezos.
En esta línea de pensamiento darwiniano, la complejidad del cerebro humano estaría especialmente dotada para la sobrevivencia dada su sempiterna tendencia al error. Es decir: con tantas metidas de pata es más fácil que surja el acierto.
El pequeño hueco que dejó la nueva Constitución para la elección de los terceros senadores entre 1999 y el 2001 y que permitiría la llegada del actual ministro del Interior Carlos Corach a la Cámara alta podría ser uno de estos accidentes de la evolución pergeñado por esta famosa complejidad del cerebro humano. La gente pudiera pensar que los mejores candidatos no son los que se votan sino los que llegan sin necesidad del voto. Después de todo tiene un mérito porque ganar votos es difícil, pero llegar sin ellos lo es mucho más todavía. Quizás el voto por el que lucharon los republicanos no era un fin en sí mismo, sino simplemente un obstáculo darwiniano para que lleguen los que saben evitarlo.

 

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