Ayer, en
Jordania, fue un día de adiós interminable. Fuentes del gobierno de Jordania declararon
al rey Hussein clínicamente muerto, y precisaron que la decisión de
desconectarlo del sistema de vida artificial en que se mantiene dependía de la decisión
de su familia, y podía ser inminente. Pero el anuncio no se produjo en la noche jordana
de ayer, mezclando la impresión de agonía con la certidumbre del duelo.
La capital estuvo en virtual estado de luto desde el arribo del monarca desde Estados
Unidos, y hubo una veda sobre toda actividad de entretenimiento. Los habitantes se
mantuvieron en vigilia por su rey, quien había anunciado que volvía para morir con
su gente. Varias cancillerías del mundo enviaron su consternación y su deseo de
que el monarca mejorase, mientras que la familia real se reunía en torno de Hussein. Más
de un centenar de personas se congregaron frente al hospital en señal de apoyo, mientras
que el imán oficial llamó a todos los fieles a rezar por el restablecimiento del
rey. Mientras se multiplicaban los rumores e informes oficiales, no hubo disturbios,
sino resignación. El momento es triste explicó llanamente un jordano;
no hay palestinos ni hachemitas, somos todos hijos del rey.
El monarca había llegado en la madrugada a la capital jordana, y fue trasladado con
urgencia al Hospital Militar, para pasar sus últimas horas. No hubo una recepción masiva
en el aeropuerto. Sólo el personal de seguridad que siempre rodeó al monarca, el
gabinete, y la familia real. En el hospital, la hermana de Hussein abandonó el recinto en
llanto, mientras que la reina rezaba en una sala del hospital.
La veda de información sobre estas actividades fue estricta en Amman, y la población se
agrupó ávidamente en torno de radios y puestos de diarios para obtener los últimos
partes oficiales sobre el estado de nuestro señor. Empeoraban con
regularidad. Sigue bajo observación médica, está en estado
crítico, esta en coma, clínicamente esta muerto, leían
los informes, que nunca llegaban al anuncio que todos temían. Sin embargo, un pariente
del rey confió a la prensa que se está muriendo, y trascendió que el
gabinete debatía como revelar la noticia a la población.
Una muerte en realidad anunciada hace tiempo, lo que no disminuyó la emoción de las
respuestas a nivel mundial. En Israel, el primer ministro Benjamin Netanyahu afirmó que
él y todo su pueblo rezaron por el rey, a quien el premier vio por última
vez cuando actuó de garante durante la firma del acuerdo de paz de Wye Mills entre
israelíes y palestinos. Desde el otro lado, el líder palestino Yasser Arafat recibió la
noticia mientras estaba reunido en Bonn con el canciller alemán Joshcka Fischer. Arafat
había declarado que también rezaba constantemente por Hussein, mientras que Fischer
declaró que la pérdida nos causa a todos gran dolor. Desde la Casa Blanca,
Bill Clinton lo había calificado de un maravilloso ser humano, y Moscú lo
definió como una gran autoridad.
En efecto, la muerte del rey Hussein marca el comienzo del fin de una era de patriarcas en
el Medio Oriente un fin con presagios preocupantes por los problemas de sucesión
que lo seguirán. Al sur de la frontera, en Arabia Saudita, el enfermo rey Fahd de
76 años ya fue reemplazado como regente por el príncipe de la corona, quien a su vez
tiene 70 años. En Egipto, Hosni Mubarak nunca designó a un sucesor para la
vicepresidencia que dejó vacante en 1981, cuando reemplazó al asesinado presidente Anwar
Sadat. También es dudoso quién reemplazará al presidente Hafez al-Assad, de 69 años,
en la más oscura e impredecible Siria, luego de la muerte en 1994 de su hijo mayor y
heredero. Y, por supuesto, la gran incógnita es sobre el sucesor del venerable Arafat,
también de 69 años, quien en el último tiempo ha comenzado a demostrar síntomas de lo
que podría ser el mal de Parkinson. Hay una excepción en esta gerontocracia del mundo
árabe: el juvenil Saddam Hussein, de escasos 47 años, quien parece gozar de perfecta
salud.
DESAPARECE EL EJE DE UN EQUILIBRIO INESTABLE
La paz queda más expuesta
Por Claudio Uriarte
La muerte del rey Hussein
de Jordania no es un hecho inesperado, pero acelera los tiempos en una dinámica política
ya volátil y en una región donde la paz está en un suspenso que puede derivar en
cualquier momento en conflicto abierto. Dos fechas clave a observar vienen en mayo: el 4,
cuando Yasser Arafat cumpla o no su promesa-amenaza de declarar unilateralmente un Estado
Palestino; y el 17, cuando los israelíes concurran a votar en unas elecciones generales
entre el primer ministro Benjamin Netanyahu que ha congelado la paz con los
palestinos, y una diáspora opositora que todavía no termina de proponer una
alternativa creíble de poder, sobre todo para reimpulsar un proceso de negociaciones que
sigue demostrándose profundamente divisivo para su sociedad.
Las dos fechas tienen la potencialidad de derivar en el estallido del proceso de paz: la
primera, por la amenaza de Netanyahu de contestar a la movida de Arafat con la anexión de
partes enteras de Cisjordania, tal vez con una reconquista de parte del 30 por ciento de
los territorios que ya está bajo autogobierno palestino; la segunda, por la posibilidad
de que Netanyahu vuelva a afirmarse como primer ministro sobre la base de acuerdos
políticos con una extrema derecha nacionalista cuyo precio por entrar en el gabinete y
apoyar al primer ministro en el Parlamento sigue siendo la interrupción del proceso de
paz, si no su reversión manu militari. En cualquier caso, el desenlace puede traducirse
en una renovación en pleno del conflicto palestino-israelí y en un nuevo impulso al
radicalismo fundamentalista en la región.
La desaparición del rey Hussein, que fue el aliado árabe más confiable de Israel y
Estados Unidos pero al mismo tiempo el más potencialmente inestable, cobra gravedad
precisamente en este punto. La legitimidad de la monarquía hachemita es por lo menos
problemática, al basarse en una minoría de beduinos en un país poblado mayoritariamente
por palestinos. La existencia de una nacionalidad jordana también es problemática, lo
que se demostró de modo dramático en el apoyo que el rey Hussein, cuyas credenciales
prooccidentales eran impecables desde su educación británica y su esposa
norteamericana hasta las necesidades de reaseguro político-militar para su régimen
debió prestar a Irak en la Guerra del Golfo de 1991. Ese apoyo fue puramente declarativo,
pero subrayó que la estabilidad de la Casa Real descansa sobre un complejo equilibrio con
los palestinos, que en ese momento expresaban su furia con Israel y con Estados Unidos
aclamando al enemigo de sus enemigos.
Desaparecido el rey Hussein, que gobernaba ese equilibrio al modo de un autócrata
benévolo pero que tampoco vaciló en aplastar a los palestinos militantes cuando
éstos se le rebelaron en el Setiembre Negro de 1970, la capacidad de sus sucesores
de seguir manteniendo el timón es incierta, sobre todo porque el trámite de la sucesión
en Amman vino condimentado de una intriga palaciega en que el monarca privó a su hermano
Hassan de su condición de sucesor para entregársela a su hijo mayor, Abdalá. Que el
pecado de Hassan haya sido asumir por las suyas el nombramiento de comandantes militares
mientras el rey estaba internado en Estados Unidos es un dato inquietante, porque la
última instancia de defensa de la monarquía es precisamente el ejército. Abdalá, a
todo esto, es un militar sin experiencia política, lo que contrasta con el rey al que
debe suceder, decano de los estadistas de Medio Oriente y uno de los últimos ejemplares
de una generación en su crepúsculo.
Si palestinos cisjordanos se radicalizan, los de Jordania harán eco. Y la liquidación de
los acuerdos de Oslo de 1993 puede inaugurar un dominó, donde no sólo quede amenazada la
paz jordano-israelí sino la estabilidad de la propia monarquía.
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