Por Horacio Bernades
Está comprobado, medido
y estudiado: las mujeres son uno de los públicos más fieles para el cine, y Hollywood lo
sabe. Parecería que en esa ciudad la palabra mujer y la palabra lágrimas siguen siendo
sinónimos, por lo cual el producto ideal para ese mercado resulta el que siempre fue: lo
que los estadounidenses denominan tearjerker. Una de llorar: eso es Quédate a
mi lado. Es también el típico vehículo de lucimiento para sus dos
estrellas, Julia Roberts (la única actriz en condiciones de cotizarse tan alto como
sus colegas varones) y, sobre todo, Susan Sarandon, cuyo personaje cuenta con una de las
principales virtudes a la hora de aspirar a un Oscar: sufre de un cáncer.
En su carácter de productoras ejecutivas, Roberts & Sarandon diseñaron los
personajes a su medida. Por las dudas según se cuenta metieron también mano
en el guión. Rubro del film en el que figura, de por sí, un verdadero ejército de
guionistas oficiales. En esta clase de películas, lo que importa no es tanto la historia
como los sentimientos, por lo cual la anécdota es sencillísima. Julia es Isabel,
fotógrafa de modas y mujer moderna, que tiene problemas con los hijos de su novio (Ed
Harris), bastante mayor que ella. Con el niño Luke (Liam Aiken), el problema es que es
muy travieso. Pero como también es muy simpático, está todo bien. No ocurre lo mismo
con Anna (Jena Malone), que además de atravesar por unos difíciles doce años no tolera
a la nueva novia de papá, y se especializa en hacerle la guerra. Una guerra que mamá
Jackie, la ex de papá, (Sarandon) no hace nada por aplacar. Todo lo contrario: vive
compitiendo con su rival Isabel, para ver quién de las dos tiene más grande la
condición de mujer. Y de madre, sobre todo.
Está todo dispuesto para agradar a ese público femenino tradicional al que apunta el
film: en el corazón, dos mujeres lindas y con agallas, dispuestas a agarrarse de los
pelos; a su alrededor, problemas familiares, con un destacado rol para un niño y una
niña, ambos sumamente carismáticos (sobre todo el pibe, que suscitará kilos de ternura
en la platea femenina). Todo no, falta algo: las lágrimas. Así que a los 45 minutos de
proyección, puntualmente, Sarandon va al médico y se entera de que tiene un cáncer.
Machaza, se la aguantará, sin decirle nada a nadie. Hasta que la familia se entere y
lloren todos juntos, el día de Navidad, alrededor del arbolito. Que está muy bien ser
catártico, siempre y cuando no se olviden las tradiciones.
Quédate a mi lado es el resultado de implantar una de esas historias aleccionadoras al
estilo Selecciones del Readers Digest entre fotos de la revista Houses &
Gardens. Todos los personajes son admirables y modélicos, capaces de enfrentar lo peor
con una mezcla de coraje, espíritu alto y buen humor. Sobre todo las dos productoras y
guionistas no acreditadas: véase por ejemplo la escena de comedia musical en la que
Jackie poco después de enterarse de la infausta noticia canta y baila junto a
sus hijos, o esa otra en la que ambas ex rivales se enfrentan, en un bistró, y terminan
arrojándose las flores más hermosas. Todo, en medio de unoscaserones palaciegos, de esos
que despiertan suspiros de envidia. Si querés llorar, andá.
LA NOCHE DEL COYOTE
Una película in-creí-ble
Por H. B.
La noche del coyote
confirma lo que nadie ignora: hay películas buenas, malas, muy malas... y hay ciertas
películas argentinas, que parecerían pertenecer a un género que está más allá (o
más acá, o en alguna otra parte) de eso llamado cine. Lo más preocupante de La noche
del coyote es que esta nueva incursión argentina en lo indescriptible no aparece firmada
por algún viejo amigo del desastre, sino por un debutante veinteañero, con una
formación que debería suponerse sólida. El chico Iván Entel, se llama no
sólo cursó estudios en la Universidad del Cine que dirige Manuel Antín. Además, el
nombre de esa prestigiosa institución y el de su no menos prestigioso mentor (que vienen
de producir Mala época, y habían hecho lo propio con Moebius) aparecen en los créditos
de la película, dando un implícito aval a este despropósito.
Está todo mal en La noche del coyote: el guión nunca sabe a dónde va, y la película,
menos; los actores parecen preguntarse qué están haciendo allí, y hasta técnicos
habitualmente más que solventes (como el director de fotografía Marcelo Iaccarino) dan
la impresión de haber sufrido un efecto de contaminación, haciendo mal su trabajo. Hay
errores dignos de Ed Wood, como esa escena en la que se hace de noche después de haber
amanecido. Para completar el desastre, por alguna razón se les ocurrió a Entel y a su
socia, coproductora y coguionista Joy Stout, juntar a actores angloparlantes con otros
argentinos, y hacer que todos hablen en inglés. Cecilia Dopazo y Fernán Mirás (sí, la
parejita joven de Tango feroz, reunida otra vez) más o menos zafan con el idioma, pero la
pobre Solita Silveyra hace el ridículo a lo grande, hablando un inglés de barrio que
recuerda al yeneral González del negro Olmedo.
La historia, si la hay, recurre al manoseado truco del cine dentro del cine, con unos
actores argentinos (Mirás & Dopazo) que viajan al desierto de Mojave para filmar
allí una película de terror berreta, a las órdenes de un veterano del género. La noche
del coyote es inane cuando quiere jugar a El estado de las cosas quince años después, y
sencillamente ridícula cuando pretende convertirse (sin la menor convicción) en una de
terror, con muñecos de papel maché y sustos que no asustarían ni a alguien que sufra de
pánico crónico. Lo que sí asusta es que alguien se haya tomado cuatro años (así dice
la gacetilla, tan mal escrita como mal filmada y pensada está la película) para hacer
esto, que actores con trayectoria se hayan embarcado en este viaje a la nada, que la más
prestigiosa escuela de cine del país la haya apoyado. Y que el Incaa le haya dado
crédito, cuando hay una cola de jóvenes talentosos esperando apoyo del Estado para
empezar o terminar películas llamadas a renovar, de una vez por todas, el cine argentino.
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