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TRANSICIONES

Por Juan Gelman


t.gif (862 bytes) La democracia –gobierno del pueblo, dicta su etimología– ya no está muy casada con el capitalismo. Bajo dictaduras militares como las padecidas en nuestro Cono Sur y otros lugares del planeta, ambos no cónyuges se separan completamente. De manera menos drástica y más encubierta también sucede bajo sistemas parlamentarios, como se advierte en la Rusia posterapia de choque a cargo del FMI. Y se recuerda la documentada opinión de José A. Martínez de Hoz acerca de las políticas menemistas destinadas a arrasar las conquistas obreras: el presidente constitucional hizo lo que no pudo hacer el ministro de Videla.
El macrocapitalismo imperante domina la política, promueve las representaciones que más le convienen en cada caso y suele acordar impunidad a sus personeros, asesinos incluidos. No sin sobresaltos: de pronto surge un juez Garzón, o un juez Bagnasco, empeñado en que los genocidas criollos, duchos en propinar la injusticia, conozcan finalmente la justicia. ¿Qué harán los lores británicos? ¿Qué harán los camaristas argentinos? ¿Seguirán escribiendo “inmunidad” o “cosa juzgada” con la sangre de las víctimas? ¿Podrán vivir tranquilos de conciencia si lo hacen?
El gobierno de Chile elegido democráticamente en las urnas ha puesto abogado en Londres para defender a Pinochet y ha insistido en que no procura salvaguardar la persona del dictador sino la soberanía del país. Pero Lawrence Collins, el letrado que el Palacio de la Moneda designó para esa labor, ha desplegado argumentos muy cercanos a los de la defensa del autonombrado Capitán General del Ejército de Chile, enunciados en términos casi idénticos. ¿De dónde nace esa continuidad civil del pensamiento militar, evidente asimismo en la Argentina? Esto encalla en la tan fatigada –por llevada y traída– concepción de la transición de un régimen autoritario a un sistema parlamentario y de partidos.
En los años ‘80 el mundo académico sajón inventó dos ramas en el área de las ciencias políticas: la “transitología” y la “consolidología”. Encantados con el hallazgo, sus propulsores iniciaron el análisis de los cambios democráticos que tenían lugar en Europa y América latina desde la Revolución de los Claveles de 1974 en Portugal. Construyeron además una esperanza: Philippe Schmitter y Terry Lynn Karl, sus exponentes principales, pretendieron que “aplicando un conjunto universal de supuestos, hipótesis y conceptos” se podía “explicar y muy probablemente ayudar a esclarecer el camino que lleva de un régimen autocrático a uno democrático”. Pero sus recetas no sólo desatienden el factor económico central: además chocan con las crudas realidades, las de Chile, por ejemplo.
Las derechas chilenas (y no pocos intelectuales progresistas o ex) alzaron el espantajo raído del golpe de Estado y la interrupción de la transición democrática si Pinochet no era devuelto a su curul de senador vitalicio. Han transcurrido casi cuatro meses desde la detención del genocida y nada de eso ocurrió. Al revés: dicen que en Chile se respira ahora mejor. El presidente Eduardo Frei, democristiano, y el candidato a presidente Ricardo Lagos, socialista, insisten sin embargo en traer a Pinochet a casa para resguardar su impunidad. Al parecer respetan las condiciones para el tránsito a un gobierno civil que el general enumeró ante sus pares el 23 de agosto de 1989: la permanencia de los comandantes en jefe de las FF.AA. y del director de Carabineros; la defensa del prestigio de las FF.AA.; la no represalia contra sus miembros; la plena vigencia de la ley de amnistía que los militares se autodecretaron y que sigue en vigor; la no intervención del gobierno civil en la definición de las políticas de defensa (que incluyen la compra de armamentos y la consolidación del complejo militar-industrial más poderoso de Américalatina), entre otras. Es decir, la Concertación de Partidos por la Democracia que dirige las instituciones del país gobierna en un marco pretoriano aceptado. La transición democrática es de forma.
La de fondo se integra más en la continuidad que en el cambio. Para no hablar del modelo económico y de la neoligarquía pinochetista de privilegios intocados, y a mero título informativo: la dictadura actuó sin contemplaciones contra los indígenas mapuches. Eran un millón cuando Pedro de Valdivia galopó leguas –escribió– anegadas en sangre aborigen y casi cuatro siglos después sumaban apenas 107.000, según registró el primer censo indígena de 1907: hubo gobiernos “patriotas” que practicaron a tiros la “pacificación”. Los indígenas ocupaban 310.000 km2, casi la mitad del Chile actual, cuando desembarcaron los españoles. Ese territorio se redujo a unos 100.000 km2 por el tratado de Quilin de 1641. La guerra que les hizo durante más de un siglo el ejército chileno los confinó en reservas que hacia 1929 sólo tenían 5250 km2 de extensión y que bajo la dictadura se contrajeron, como la piel de zapa, hasta los 3500 km2. Salvador Allende fue el único gobernante que promulgó leyes a favor de los indígenas.
Más de 300 dirigentes de comunidades mapuches fueron asesinados o desaparecidos en pleno Pinochet y ese crimen se castiga en la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. El acoso obedecía entonces a la voracidad de tierras de los latifundistas y de bosques por parte de las empresas forestales. La sigue obedeciendo. El 21 de diciembre pasado las autoridades emplearon 2 ómnibus y 8 furgonetas con personal policial, 13 camiones y 2 furgonetas con guardias de seguridad de la Forestal Mininco, 4 motocicletas todo terreno y 3 helicópteros, para desalojar del fundo Chorrillos a 12 mapuches que habían recuperado un terreno usurpado por la empresa. Eso sí, no mataron a nadie. Faltaba más.

 

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