La democracia
gobierno del pueblo, dicta su etimología ya no está muy casada con el
capitalismo. Bajo dictaduras militares como las padecidas en nuestro Cono Sur y otros
lugares del planeta, ambos no cónyuges se separan completamente. De manera menos
drástica y más encubierta también sucede bajo sistemas parlamentarios, como se advierte
en la Rusia posterapia de choque a cargo del FMI. Y se recuerda la documentada opinión de
José A. Martínez de Hoz acerca de las políticas menemistas destinadas a arrasar las
conquistas obreras: el presidente constitucional hizo lo que no pudo hacer el ministro de
Videla.
El macrocapitalismo imperante domina la política, promueve las representaciones que más
le convienen en cada caso y suele acordar impunidad a sus personeros, asesinos incluidos.
No sin sobresaltos: de pronto surge un juez Garzón, o un juez Bagnasco, empeñado en que
los genocidas criollos, duchos en propinar la injusticia, conozcan finalmente la justicia.
¿Qué harán los lores británicos? ¿Qué harán los camaristas argentinos? ¿Seguirán
escribiendo inmunidad o cosa juzgada con la sangre de las
víctimas? ¿Podrán vivir tranquilos de conciencia si lo hacen?
El gobierno de Chile elegido democráticamente en las urnas ha puesto abogado en Londres
para defender a Pinochet y ha insistido en que no procura salvaguardar la persona del
dictador sino la soberanía del país. Pero Lawrence Collins, el letrado que el Palacio de
la Moneda designó para esa labor, ha desplegado argumentos muy cercanos a los de la
defensa del autonombrado Capitán General del Ejército de Chile, enunciados en términos
casi idénticos. ¿De dónde nace esa continuidad civil del pensamiento militar, evidente
asimismo en la Argentina? Esto encalla en la tan fatigada por llevada y
traída concepción de la transición de un régimen autoritario a un sistema
parlamentario y de partidos.
En los años 80 el mundo académico sajón inventó dos ramas en el área de las
ciencias políticas: la transitología y la consolidología.
Encantados con el hallazgo, sus propulsores iniciaron el análisis de los cambios
democráticos que tenían lugar en Europa y América latina desde la Revolución de los
Claveles de 1974 en Portugal. Construyeron además una esperanza: Philippe Schmitter y
Terry Lynn Karl, sus exponentes principales, pretendieron que aplicando un conjunto
universal de supuestos, hipótesis y conceptos se podía explicar y muy
probablemente ayudar a esclarecer el camino que lleva de un régimen autocrático a uno
democrático. Pero sus recetas no sólo desatienden el factor económico central:
además chocan con las crudas realidades, las de Chile, por ejemplo.
Las derechas chilenas (y no pocos intelectuales progresistas o ex) alzaron el espantajo
raído del golpe de Estado y la interrupción de la transición democrática si Pinochet
no era devuelto a su curul de senador vitalicio. Han transcurrido casi cuatro meses desde
la detención del genocida y nada de eso ocurrió. Al revés: dicen que en Chile se
respira ahora mejor. El presidente Eduardo Frei, democristiano, y el candidato a
presidente Ricardo Lagos, socialista, insisten sin embargo en traer a Pinochet a casa para
resguardar su impunidad. Al parecer respetan las condiciones para el tránsito a un
gobierno civil que el general enumeró ante sus pares el 23 de agosto de 1989: la
permanencia de los comandantes en jefe de las FF.AA. y del director de Carabineros; la
defensa del prestigio de las FF.AA.; la no represalia contra sus miembros; la plena
vigencia de la ley de amnistía que los militares se autodecretaron y que sigue en vigor;
la no intervención del gobierno civil en la definición de las políticas de defensa (que
incluyen la compra de armamentos y la consolidación del complejo militar-industrial más
poderoso de Américalatina), entre otras. Es decir, la Concertación de Partidos por la
Democracia que dirige las instituciones del país gobierna en un marco pretoriano
aceptado. La transición democrática es de forma.
La de fondo se integra más en la continuidad que en el cambio. Para no hablar del modelo
económico y de la neoligarquía pinochetista de privilegios intocados, y a mero título
informativo: la dictadura actuó sin contemplaciones contra los indígenas mapuches. Eran
un millón cuando Pedro de Valdivia galopó leguas escribió anegadas en
sangre aborigen y casi cuatro siglos después sumaban apenas 107.000, según registró el
primer censo indígena de 1907: hubo gobiernos patriotas que practicaron a
tiros la pacificación. Los indígenas ocupaban 310.000 km2, casi la mitad del
Chile actual, cuando desembarcaron los españoles. Ese territorio se redujo a unos 100.000
km2 por el tratado de Quilin de 1641. La guerra que les hizo durante más de un siglo el
ejército chileno los confinó en reservas que hacia 1929 sólo tenían 5250 km2 de
extensión y que bajo la dictadura se contrajeron, como la piel de zapa, hasta los 3500
km2. Salvador Allende fue el único gobernante que promulgó leyes a favor de los
indígenas.
Más de 300 dirigentes de comunidades mapuches fueron asesinados o desaparecidos en pleno
Pinochet y ese crimen se castiga en la Convención de las Naciones Unidas para la
Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. El acoso obedecía entonces a la
voracidad de tierras de los latifundistas y de bosques por parte de las empresas
forestales. La sigue obedeciendo. El 21 de diciembre pasado las autoridades emplearon 2
ómnibus y 8 furgonetas con personal policial, 13 camiones y 2 furgonetas con guardias de
seguridad de la Forestal Mininco, 4 motocicletas todo terreno y 3 helicópteros, para
desalojar del fundo Chorrillos a 12 mapuches que habían recuperado un terreno usurpado
por la empresa. Eso sí, no mataron a nadie. Faltaba más.
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