OPINION
Buena suerte
Por Alberto Ferrari |
Los
pueblos no se suicidan, dicen. Pero se desintegran: por eso es mejor la España de Franco
que la balcanización. En buena medida entre estos extremos se debate el futuro de
Latinoamérica, tan lejos de Dios y tan cerca de los latinoamericanistas...
Hace nueve años acuñé para esta situación de borderline el concepto de
democracia colombiana. Entonces entre nosotros algunos señalaban al golpe de
Estado como el peligro principal, cuando la característica, ya evidente, es una vida
institucional normal elecciones, congresos, concejales, civiles
cada día más centrada en sí misma y de creciente podredumbre por dentro.
Colombia y Venezuela son los veteranos del constitucionalismo democrático sudamericano.
Por eso sus contradicciones iluminan los desgarros de este momento regional tan peculiar
en que la creciente penuria de crecientes mayorías convive con las reglas
constitucionales, paradójicamente complicadas como nunca antes.
Después del Caracazo de marzo de 1989 se desmoronó la ilusión venezolana. Un ministro
advertía con temor: la primacía civil creada por Betancourt y Caldera se asentaba en
fuerzas armadas bien pagas, con el seguro retiro en los directorios de las empresas del
Estado. El ajuste era golpista y no debieron sorprender los intentos que
encabezó Chávez ni que fueran oficiales jóvenes los detonantes. Tampoco que se
descorriera el velo sobre las debilidades y la corrupción de un sistema político
desgastado.
A fines de 1990 tuve el privilegio de conversar varias horas con Rafael Caldera, entonces
ya en venerable soledad. Entendí su mensaje: el mantenimiento del sistema político es
incompatible con la democracia. Poco después ganaba las elecciones al frente de un
rejuntado. Es Caldera y no Chávez el que liquida el sistema político del cual era
coautor, dando así paso a la coalición de Chávez. La bajísima participación electoral
se duplicó y éste es, a mi juicio, el primer significado de Chávez: por ahora se ha
salvado la democracia, porque ha renacido la esperanza.
Chávez, además, no es Collor de Mello ni tampoco Fujimori, en cuanto a que no es un
invento ni fue la carta electoral de los cagoyos, el establishment, sus duros
opositores, incapaces de renovar el sistema político: Venezuela no es Italia por cierto.
En este sentido Chávez me recuerda al Perón del 45, con las debidas licencias
eclesiásticas... Hay una diferencia: Perón en el 45 tenía una propuesta clara,
evidentemente ausente en Chávez. ¿Demérito? Perón no fue el creador de su proyecto. En
realidad, los políticos nunca crean sus proyectos, son administradores de insumos que
generan los intelectuales, y su acierto es elegir el material digamos, FORJA y
convertirlo en política. En eso no parece que Venezuela sea excepción a la orfandad y
esterilidad intelectual que caracteriza a la Argentina. Por otra parte: quién ofrece
algo, fuera de los que hacen la venia al FMI y Wall Street, impasibles hasta para los
reclamos europeos de institucionalización de la globalización, voces dominantes hasta en
el sínodo de Davos.
Pedirle un programa a Chávez no parece justo. Nuestros países no definen su propio
futuro. Por eso que hasta el 30 crecieron hacia afuera, luego sustituyeron importaciones,
se endeudaron calamitosamente en los 70 y perdieron la década del 80, para pedir perdón
y ajustarse en el 90: siempre todos juntos y al mismo tiempo. El 80 por ciento, digamos,
viene de afuera y el 20 que queda no es poco sino esencial, lo que distingue a una
política nacional de la cipaya, a la progresista de la reaccionaria. Que los venezolanos
tengan nuevas esperanzas y que Chávez las haya movilizado es condición necesaria para
poder llenar con autonomía y eficiencia la parte que queda para la voluntad nacional. Y
eso no es poco. Buena suerte.
* El autor es ex embajador y ex secretario de Asuntos Latinoamericanos del gobierno de
Alfonsín. |
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