Por Horacio González |
Jurar, como hizo Hugo Chávez, por la moribunda constitución, indica un gusto severo por las antinomias. Por un lado, la rígida ceremonia. Por otro lado, una revelación de fragilidad de aquello sobre lo que se jura. Ya notó Hobbes que los pactos no están hechos de la misma materia que los juramentos. Esa escena representaba la sustancia de la que está hecha la historia. Y de ahí el fuerte poder evocativo de Chávez. Es una abreviatura crispada de capítulos dramáticos de la historia latinoamericana y sobre todo argentina. Condensa buena parte de los clásicos enigmas del pensamiento político. La historia nunca excluye nada, sus páginas anteriores están siempre preparadas para una nueva cita. Pero, como tantos lo dijeron, cada cita reaparecida no puede dejar de asumir la propia novedad de su irrupción, que siempre podrá denunciarse como farsa o festejarse como un avatar original. En el preocupado manual de oraciones del político argentino, el traspapelado letrero Chávez podrá llevar a condenar el fantasma populista, al espantajo de una unión del pueblo y las fuerzas armadas o a la ostentosa y turbadora quimera del coronel de fortuna. El hecho inocultable es que Chávez venezolano, bolivariano, popular y equidistante de todo parece recorrer textos del laboratorio argentino de la memoria política, un jauretchismo en épocas de globalización. Y así se compone esta lección de política cuya madre es la historia que invoca formas épicas antepasadas en un momento de miserias sociales y populares, lo cual fue siempre el titubeante empeño de los grupos nuevos, que buscaban motivos liberacionistas contemporáneos en el mismo acto con que apostaban a recobrar filamentos dormidos de las memorias sociales. El designio de Chávez está marcado por una cuota de excepcionalidad en su idea de poder constituyente, que, sin equívocos, es notablemente moderna. Y otra cuota de leyenda, al manifestarse como subsuelo sublevado en la cíclica irrupción de un tesoro colectivo despreciado. Ese intuitivo investigador del pasado y memorista ingénito que es el presidente argentino, fue el primero que compareció al lugar de los hechos. Allí estaba el yacimiento público y secreto de su propia historia. Debía examinar el caso, encaminarlo hacia sus superiores y seguir agitando esa estación de clausura llamada Menem. Pero la política es un sistema abierto de interpretaciones y el diccionario argentino debe seguir abierto, curioso y avizor en la letra Ch, pues un libro que contiene todas las antinomias, no puede leerse con prejuicios ni exorcismos.
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